.+.+.+.+.+.+. Plenitud Ilusoria.+.+.+.+.+.+.
“Una más”, dijo el empresario efusivamente mientras
cerraba un ojo por el ardor que comenzaba a provocarle el humo de su puro en la
cara, y reía como nunca al ver las extrañas muecas que hacía uno de sus
subordinados en un evidente estado de ebriedad. “Soy actor”, les había dicho, y
ninguno de ellos dudó en pedirle extravagancias, en convertirlo por una noche,
o quizá otras más, en el bufón del grupo.
Es evidente, y si no al menos bastante probable, que el
subordinado olvidará todas sus locuras al día siguiente. Y mucho más evidente
es, en estos casos, que amanecerá su nuevo día hecho trizas. Lo único que quizá
recuerde será el “una más” repetido tantas veces por sus colegas y jefe con la
única razón de verlo imitar al Presidente o la forma de caminar de Charles
Chaplin.
Y mientras camina como Chaplin, el empresario, su jefe, coquetea con una muchacha diez años menor que él. El subordinado se tropieza consigo mismo y cae al suelo. Todos ríen a carcajadas, menos él, que asegura estar bien y pronto se va adormeciendo, al mismo tiempo que se jacta de conocer a tal o cual estrella de cine. Lo dejan sentado por ahí, hablando solo, y regresan todos a la diversión. El jefe propone un brindis sin saber por qué, “por esta hermosa muchacha”, dice, y los demás silban y lanzan prolongados “¡Salud!”, truenan los vasos, ríen a carcajadas.
El empresario celebra la gran alza que ha tenido en los
últimos meses su fábrica de botones. Y celebra sin reparos, porque acaban de superar una pequeña caída de la
bolsa de Estados Unidos, cosas típicas del mercado, nunca nada grave. De seguir
las cosas a ese ritmo, tendrá suficiente dinero para vivir con todos los lujos
que pueda imaginarse. Sabe que está viviendo una época de infinita prosperidad,
y que el éxito de sus botones se extenderá más allá de toda América. El solo
pensarlo lo hace reír a carcajadas. Será el dueño del mundo de los botones.
Cada mañana que un hombre o mujer se vistiera para ir al trabajo, e incluso los
desocupados; y cada noche que se despojaran de sus ropas presas del cansancio o
de la ansiedad incontenible; cada vez que un sastre remendara alguna vieja
prenda, él estaría presente en sus variados botones. “¡Salud!”, le provoca decir de nuevo, y lo
dice, “por este hermoso día, por esta hermosa noche”, y en su voz se nota un
poco más el alcohol.
Para brindar giró un momento, y al volver ya no encontró
a la chica, tan solo la botella de champaña. Aquella se había unido a otro
grupo, y parecía divertirse más con ellos. Se dio cuenta de que el puro se le
había consumido ya hace algún rato y encendió otro mientras los miraba y se
asombraba de sí mismo, de su enorme nobleza para con los suyos, de su gran
capacidad de desprendimiento, del trato tan cercano que tenía con sus
trabajadores. Entonces se acerca a ellos para mostrarles su aprecio, a
ofrecerles una ronda más de copas y de risas.
¡Salud!
¡Salud!
¡Salud!
De pronto, se halla en su
habitación, casi desvestido, con la corbata floja, la camisa cubriéndole un
solo brazo y los zapatos bien puestos. Él mismo había caído en ese estado de
inconsciencia que tanto detestaba, había perdido una porción de memoria que
explicaría fácilmente cómo fue que llegó allí. Sin embargo, tenía alguna idea:
su subgerente sería un tipo cuerdo incluso si por sus venas corriera alcohol en
vez de sangre. Él lo había llevado, o al menos le había ayudado a llegar a
casa. Por ahora se conformaba con esa vaga teoría, pues sentía un sabor amargo
que no se le iba de la boca y le provocaba asco. Caminó hacia el baño mientras
movía la mandíbula intentando despegarse la amargura y se retiraba la corbata y
la camisa. Los zapatos vendrían después, y a tomar una ducha.
Cuando estuvo listo, decidió
que era hora de ir a la fábrica. Si bien sus subordinados más cercanos se
habían emborrachado la noche anterior, los demás continuaban trabajando. Debía
ir a cerciorarse de que todo iba bien.
En el camino compró un
diario. Tres centavos.
WALL STREET QUIEBRA
El titular era demasiado
escandaloso como para ser cierto. Apuro el paso y al llegar a la fábrica se
topó con un trabajador muy humilde, el Sr. Hoover, quien lo saludó pronto. Sin
embargo, este saludo no fue contestado. El empresario lo miró con cara de
desconcierto, como si acabara de ver algo espantoso frente a sus ojos, y lo
despidió de inmediato, sin dar ningún tipo de razón. Echó a todo el mundo en
cuanto los demás se percataron de esto y comenzó un murmullo.
“Están despedidos”, gritó,
“¿qué?, ¿no escuchan? ¡Están despedidos!”
Pronto el mensaje les
llegaría a todos y pronto todos sospecharían que por la cabeza de su jefe solo
pasaba en ese momento que su ansiada fortuna se deshacía en sus propias manos y
que tener a tanta gente empleada solo le ocasionaría problemas. Se convertiría
pronto en un miserable.
Cuando llegaron sus subordinados, asombrados por la noticia, el jefe los miró con desprecio. Se había estado pellizcando la piel de los brazos para despertar de la pesadilla. Cambiaba por un tiempo a los puros por los pellizcos, por el deseo de que todo fuera completamente ilusorio, sin importarle nada si aquél era actor o si el otro era un genio, ni mucho menos si él mismo fue en algún momento un filántropo.
Espero que les haya gustado. Gracias por leer.
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