Hoy, 14 de febrero, día de San Valentín, todos deben estar convencidos del amor o del inmenso poder del mercado para crear necesidades inexistentes y mover a las personas como simples consumidores. Sea como sea, algo muy interesante pasó hace 83 años en la ciudad de Chicago. 7 hombres, pertenecientes a la banda de Bugs Moran, rival del mismísimo Al "Caracortada" Capone, fueron asesinados a quemarropa en un taller que actualmente no existe, por cuatro hombres, dos de los cuales vestían como policías. ¿Las razones? No se sabe a ciencia cierta. Algunos sospechan que Al Capone lo orquestó todo, otros prefieren creer que la corrupta policía de Chicago estaba involucrada, y que por eso las cosas nunca quedaron muy claras. Fuera como fuere, la ficción de hoy tiene dicho evento como tema.


.+.+.+.+.+.+. Masacre de San Valentín.+.+.+.+.+.+.

De pronto escuchó el sonido de un auto alejándose. “Ese maldito”, se dijo a sí mismo. Acababa de recuperar la conciencia, y se encontraba tirado en medio de la calle. Probablemente el impacto con el asfalto lo hizo volver en sí. Le dolía el rostro y también los brazos, y un ardor intenso lo acusaba en el vientre.  Ya no volvería al bar C&O, si era para encontrarse con los jodidos perros de Moran, nunca lo haría. Tenía suficiente con ese único disparo, o eso pensaba. O tal vez volviera a tomar venganza, a coger al hijodeputa por el cuello y hacerlo pedir perdón. Matarlo no era una opción, luego se le vendrían encima todos los demás perros, y todo se volvería un escándalo. “Tch… calla, Bill”, antes que nada debes subir a la acera y pedir ayuda.
Se arrastró con dificultad hasta la acera y se preguntó qué hacer. ¿Gritar?, demasiado tarde, a esta hora ya no hay nadie en esa calle. Una cabina telefónica a unos cien metros le dio la respuesta. “Fuerza, Bill, vamos para allá”, e increíblemente se puso de pie. Caminó torpemente, dejando un largo rastro de sangre, y llamó a la estación de bomberos.  Colgó el teléfono con violencia y cayó al suelo.

14 de febrero de 1929. Ya era hora. William Tres Dedos sentía una profunda convicción. “Ya casi estás vengado, Bill”, decía mirando hacia la calle por la ventana del auto. Su mano incompleta era una minucia en comparación con el vacío que le había dejado la muerte de su primo, Billy Devern. “La familia es la familia”, se repetía, y aumentaba su ira ansiedad recordando sus palabras antes de morir. “Moran, esos hijosdeputa…”. Sí, pero ya casi se terminaba, el plan era espléndido. Dos de ellos los confundirían con sus trajes de policía y luego ingresarían los otros dos —él estaba en este grupo— para todos en conjunto acabarlos por completo. Los trajes los habían conseguido por la misma policía de Chicago, pues el padre de Bill aún ejercía su cargo. Además, estaba el mismísimo Moran ahí dentro. Era una oportunidad única.
Llegaron e hicieron todo según lo planeado. Cuando William entró todos los de la banda estaban de espaldas y desarmados. Se habían tragado fácil el cuento de la policía. Pero había un problema. Ninguno de ellos parecía ser George Bugs Moran.
Con señas, quiso quejarse con uno de sus compañeros por la ausencia de Moran. Éste le sonrió burlonamente y le señaló con la cabeza hacia donde se encontraban los miembros de la banda, de espaldas. “Déjate de idioteces”, parecía decir “ahí los tienes a ellos”.
Los disparos de William Tres Dedos fueron desalmados.

Caracortada Capone, el gánster más poderoso de Chicago, necesitaba apoderarse del comercio ilegal de licor, y Bugs Moran era un obstáculo, o al menos eso pretendía. Para Capone nada era un obstáculo, si quería eliminarlo, podía simplemente hacerlo, tenía el dinero.
Esa mañana se encontraba en Miami, y esperaba que “Los chicos estadounidenses” hicieran bien su trabajo.

Byron Bolton había esperado por días. Siempre vigilaba por su ventana el taller escondite de la banda de Bugs Moran. Debía hacer el llamado cuando el jefe apareciera. Entonces terminarían por fin con el maldito y no tendrían ningún tipo de competencia. Al Capone confiaba en ellos, y él no podía defraudarlo.
Esa mañana, en una de sus varias visitas a la ventana para correr ligeramente la cortina y dar un vistazo, ahí estaban, como ya muchas veces los había visto, los miembros de la banda de Moran, dispuestos para ingresar al taller. “¿No es ese Bugs Moran?”, se dijo a sí mismo. Siete hombres, y entre ellos, Bugs Moran. ¡Lotería!, es hora de ejecutar el plan. Y llamó sin pensarlo dos veces.

La ambulancia corrió luego de la llamada del sargento Loftus. “Hay siete víctimas de disparos a quemarropa, uno aún está vivo…”, la sobriedad de sus palabras no ilustraba su impresión. Estaba horrorizado frente al escenario.  Frank Gusenberg, así se llamaba el sobreviviente, y las únicas palabras que reveló a Loftus lo dejaron aún más intrigado. “Fueron los policías”.
Más tarde, ese mismo día, Gusenberg fue interrogado. Estaba frente a la policía, y de alguna forma comprendía lo que eso significaba. “Me disparó la policía”, decía para sí, pero ellos también lo eran. “Caracortada”, pensó de inmediato. La policía estaba en su contra. Cualquier confesión sería inútil. “La policía…” no era la policía, sino un bloque más en su contra, otro enemigo, y si tenía alguna oportunidad de vivir, sería inmediatamente silenciado. Por eso prefería no hablar.
— ¿Quiénes les dispararon? —insistió el oficial.
El silencio de Gusenberg permanecía, pero de pronto, tal vez como una forma de burlarse de su propio estado, o como retando a la propia policía, ahora sus enemigos, solo se dignó a decir tres palabras.
“Nadie me disparó”.
Catorce disparos estaban siendo negados, y el dolor, y la sangre perdida, y la respiración dificultosa… Tal vez era una broma de mal gusto para su propio orgullo.
Horas después, Gusenberg murió.
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