Tal como el título sugiere, segunda parte de esta ficción... Más larga de lo que creí que sería. Así que, there you go:

Parte anterior

 Lady Chrysanthème(2da parte)



Había una sensación de calma desesperante, un desasosiego silente de características mortales. Esto hacía que Trouble Pinkerton se sintiera perdido, a la deriva y eso era frustrante. Medio día había pasado delante de sus ojos con él a la merced de la inercia. No podía decidirse sobre qué hacer, sobre qué era lo correcto o si había algo correcto o no o si importaba de alguna forma que algo fuera o no correcto. Estaba molesto, pero ésta era consumida en sus raciocinios. Veía al vacío como algo reconfortante, en contraposición con el silencio que parecía decirle por medio de susurros que era un hijo de perra. No tenía idea de si tenía que odiar a Giacomo Puccini por alguna razón o si Benjamín F. Pinkerton había sido un hijo de perra o si Cho-Cho(apodo que le resultaba pueril) tenía la culpa por ser una ilusa de mierda. ¿Tenía algo que ver Liz en todo esto? ¿Era ella también una pendeja? ¿Era él mismo un perro desgraciado y estúpido?
“Si yo soy un perro, entonces ella es una perra…” Pensó, un pensamiento intrusivo que desvanecía toda la filosofía, todo el cuestionamiento que pasaba por su mente. Se le ocurrió que era gracioso, si él era un perro desgraciado entonces ella era una perra, porque perros y perras van bien juntos. Seguido de eso, se figuró que la relación en sí era estúpida… Nunca debió amarla, debió ser un amor platónico. No le gustaban las chicas con ínfulas de grandeza, no le gustaba la elegancia, su actitud podía ser insoportable… Prefería una melodía hecha por la mano de un artista en lugar de una guitarra sucia por la distorsión. “Una cosa no tiene que ver con la otra, si a alguien le gusta alguien, es así y ya está.” Era la forma en la que quería simplificar su amor, era su aura de misterio, de artista, la que le atraía. Era ese tono de historia que formaban los dos, un deje de la mano del maestro Puccini. Toda su niñez lo había visto componer, era la parte buena de él.
Lo que había aprendido del italiano, sin embargo, era la agresividad. Una violencia medida, un grito y un empujón contra la pared. Ejercer miedo a quienes les tenías que ejercer miedo y ser extraordinariamente gentil con tus iguales y adversarios. Sonreírles, agarrarlos por su lado suave, tenerlos a la vista, en una falsa sensación de control en todo momento. Giacomo Puccini no confiaba en nadie, era viejo como el demonio y su sonrisa era la de un tierno abuelo. Todos lo querían, la gente de la mafia lo apreciaba. Los artistas admiraban su trabajo, era un ser confiable, con un gusto exquisito. Con esta dualidad que mantenía con una armonía precisa, había hecho que su cabaré se volviera famoso incluso en una Confederación que por lo general era considerada un basurero.
¿De qué forma veía él todo este drama? ¿Lo odiaba, por haber sido un hijo de perra con Liz? ¿Le habría recordado a Benjamín? De una forma extraña, le tranquilizaba el tener cierto parecido a su padre. No le tenía cariño, no lo odiaba, solo pensaba en él en ese momento porque había leído la carta y había comprendido las similitudes entre ambas historias. Si la hubiera leído antes, la hubiera votado después del segundo párrafo. Empero, se sentía identificado con los delirios de un viejo drogadicto. Sabía que era un drogadicto, sabía además que era él quien había proporcionado las drogas para su sobredosis. Giacomo le había encargado drogas para ese periodo, tal como le había escondido el hecho de que su padre seguía viviendo ahí o vivía ahí desde quién sabe cuándo. Eso era intrascendente, lo que le intrigaba era la razón por la que le proveía drogas a un viejo decrépito que había provocado la muerte de su estimada Madame Butterfly.
“¿Qué dirá Giacomo sobre todo esto? ¿Admitirá que formó parte de su suicidio, que es un secuaz en todo este tramado?” 
Liz no despertó ese día con una resaca. Aborrecía el alcohol. Era un olor que conocía del aliento de su madre.  La que había entrenado su voz, con la que compartía el amor por la música. Su madre tenía una voz hermosa y era débil, era frágil. La recordaba llorando, sufriendo por un desamor. Era enamoradiza. El recuerdo de sus lágrimas era la razón por la que no lloraba, su debilidad era la razón por la que quería ser fuerte. Quería que su madre admirara esa fuerza, que la viera como un ejemplo y así era. Su madre encontraba la belleza y elegancia con la que actuaba su legado. Su carencia, la melancolía natural de una persona que bloqueaba, era evidente en su actuación como un todo. Aceptaba también que esto era su culpa y que su hija tenía toda la fuerza que a ella le faltaba. Una fuerza materializada en su potente voz.
Giacomo Puccini sabía que el sentimiento que Liz albergaba era tristeza, no tenía su energía usual. Estaba más irritable. La ausencia de Trouble era palpable. Habían sido cinco meses de un frenesí juvenil raro para las características de ambos, y chocaron.
“Trouble seguro habrá pasado la noche borracho, inhibiendo el dolor, ¿qué mas va a hacer? Liz, Liz es diferente, probablemente sufrió toda la noche por él. “    No podía hacer nada. Tenía las manos atadas.  Sabía que no había leído la carta… podía asumir que con el transcurso de la noche o del amanecer, la habría leído, si no la había botado apenas se la entregó. “Esa carta solo será yesca. Arderá en su mente, pensará que es la misma mierda que su padre. Nada es comparable, no. Su padre estaba roto emocionalmente, era un tarado, además, un tarado que pagaba bien.” Pensar en el desenlace del asunto le resultaba extenuante.  El problema no tenía solución, en sí, ni siquiera conocía la raíz del problema. Liz no confiaría ese secreto con él ni con su madre ni con nadie. Era una carga personal.
Sus ojos no tenían rímel regado. Su apariencia como tal era la de siempre. Estaba tan hermosa como podía estarlo, su ceño estaba fruncido, sí, pero ella siempre despertaba molesta. En su forma de actuar había un atisbo de debilidad, una vulnerabilidad abierta. ¿Quién conocía más sus sentimientos, Trouble Pinkerton o ella misma, Lady Chrysanthème? Pensó. Ella, sin duda alguna. Trouble era un inepto emocional, no conocía el amor ni la ternura. No era un estúpido, pero su experiencia era limitada. Eso lo tenía claro, la razón de la pelea era trivial. Era el hecho de que hubiera peleado lo que los destrozaba. Pinkerton tenía miedo a perderla. Tenía miedo a reencontrarse con la soledad y descubrir que extrañaría a Liz y ella… descubría lo expuesta que se sentía al haber discutido con él. Descubría, además, que lo amaba más de lo que creía y de que la debilidad no era del todo mala. Se preocupaba por él, por su impulsividad… Seguramente estaría pensando en sandeces.  Aún así, se sentía en un territorio desconocido, se sentía herida y no comprendía por qué, no odiaba a Trouble, le molestaba más sentirse herida por una idiotez. No se podía perdonar a ella misma por ser tan ilusa y creer que podía controlarse, pero podía perdonarlo a él.  La duda era si él sería capaz de perdonarse.
Pinkerton aceleró su nave, Butterfly, en un acto en el que nada tenía sentido. Ni el vacío ni el sonido ni su amor por Lady… por Liz ni si ella lo había perdonado. El único que camino que veía era verla a sus ojos, besarla, sentir su piel de nuevo. No importaba nada más, por eso, aceleró su nave hasta velocidades ilegales. Nada, nada importaba en absoluto, porque solo quería verla una vez y decirle que nada importaba, solo ella. No tenía por qué estar molesta, él tampoco tenía razón alguna para estarlo. En todo caso, lo sentía y se lo diría. Le diría que lo sentía, lo repetiría hasta el cansancio. Se redimiría ante su belleza, se perdería hablando con ella, como tantas veces había pasado. El espacio-tiempo no tenía importancia, la realidad era insignificante. 
“¡AGH! Maldito universo.” No podía entrar al planeta yendo a tal velocidad, se convertiría en chatarra llameante. Bajó la velocidad, se estabilizó la entrada de su nave con la atmósfera, estaba listo para acelerar de nuevo. Excepto que su nave no respondía, el sistema de arranque estaba ausente. “Jodida chatarra…”, su nave estaba en caída libre, el motor se negaba a responder.  Lo único que podía hacer era mandarle un mensaje a Giacomo, sus posibilidades de sobrevivir eran bajas.
Un mensaje de silencio llegó, solo se oía turbulencia. Liz lo imaginó muerto, su último mensaje era el silencio. ¿Una nota de suicidio? Giacomo fue el segundo en verlo, Liz estaba ahí, anonadada.
“Puede ser cualquier cosa, no lo sabemos todavía… Habrá que esperar.” Claro que Liz ya sabía esto, Giacomo lo decía en voz alta para sentirse seguro. No quería perder la compostura, perder a Trouble era en cierta forma perder a un hijo. Y sabía, si antes había dudado sobre la fortaleza de Liz, que si moría dejaría de ser la misma. Lo bloquearía, seguramente, ¿qué demonios importaban sus suposiciones? ¿Qué podía saber él verdaderamente de ella? Nada. Solo deseaba lo mejor, tenía miedo a la catástrofe, a lo incontrolable de la situación que se presentaba. Liz, por su parte, estaba absorta. Todo parecía un sueño, parecía poco real, nada estaba en su sitio. El oxígeno que respiraba parecía falso, todo a su alrededor era una mentira.
Trouble temió al hablar, porque su voz se iba romper en mil pedazos y una lágrima caería. No quería que lo escucharan así, su orgullo se lo impedía. El silencio se extendió por una hora más. Pinkerton llegó a la hora de su actuación, el tema era negro, sujeto a una melodía triste. Lady Chrysanthème se veía genuinamente dolida, como si la actuación proviniera del sentimiento. Sus ojos se reencontraron en medio de la actuación, en la parte álgida sus lágrimas embellecieron la escena... El amor renació del brote del crisantemo y del vuelo de un petirrojo, y ambos se encontraron de nuevo consumidos por la concuspiscencia.
Un líder militar que venció al enemigo aprendiendo sus tácticas, que unificó una nación y fue vencido al generar división entre los suyos por los duros castigos que aplicaba a quienes no compartían sus ideas. Un día, nadie sabe muy bien cual exactamente, de la última semana de febrero  se llevó a cabo la Batalla de Marihueño. En ella, Lautaro hizo uso de una estrategia española que lo llevó a la victoria. Eso es lo poco que recuerda un pastor alienígena cuando sus vacas marinas hacen silencio.




Leftraru, pastor de vacas marinas

               
                Ser un pastor de vacas marinas es aburrido. En las ciudades se escribe al respecto de un modo en el que se trata la soledad y el silencio, propios de esta actividad, como capaces de estimular ciertas glándulas que permiten elevar el estado de conciencia, pero en la vida real es aburrido.
                A veces las vacas se separan y, asustadas, huyen en todas direcciones cuando aparece un dragón solitario y tengo que sacudir la cabeza para no perderme entre recuerdos en los que por uno de los flancos ataco a mi viejo amo y su último escuadrón trata de escapar en desorden. “Felipe Lautaro”, así me llamaba, aunque… ese no era realmente mi nombre. No soy un dragón, mis vacas no son soldados de mi amo, soy un pastor y debo sostener mi cetro para que el dragón, al verme, desista de su rapiña y deje a mis vacas tranquilas.
                Una vez cuatro dragones solitarios de similar complexión vinieron hacia mis vacas, mis nobles gordas aletearon en formación de combate. Los dragones no tomaron en cuenta que la segunda luna estaba en fase roja y por esto las vacas marinas enloquecen un poco y se tornan agresivas. Los dragones suelen olvidarse de las lunas. Uno a uno los reptiles fueron rechazados y, heridos, desaparecieron en dirección a la superficie, tal vez en tierra tengan más suerte. No lo sé. Dicen que algunos dragones viajan hacia allá y no vuelven. Dicen también que hay civilizaciones capaces de sobrevivir respirando aire y alimentándose de frutos de la tierra.
                Observando a mis gordas recordé una vieja batalla en la que de un modo similar al de los dragones vencimos a unos españoles en la cima de una montaña. Cuatro escuadrones en vez de un grupo grande, cuatro fuertes y llenos de energía relevándose y atacando uno tras otro abatimos a un ejército más experimentado y con un mayor dominio en el manejo de armas. “Febrero”, no sé qué significa esa palabra, pero siento que se usaba para designar el estado del tiempo, como aquí la segunda luna sangrienta.
                El dos es un número que me favorece, suelo vencer con mis mapuches o mis vacas. Suelo vencer. Sí, cuando mi mejor amigo se alejó de mí y nuestras fuerzas se dividieron empezó mi descenso. Ahora que lo pienso estas visiones llegaron a mí desde que se murió mi esposa, antes también éramos dos y no sentía que fuera aburrido llevar a pastar a mis vaquitas.
                Mi mejor amigo se alejó de mí porque no soportaba los castigos que ordenaba hacia nuestros hermanos reacios a la guerra. Mi esposa se disolvió en luz luego de enfrentar a un enorme dragón dorado para salvarme a mí y a nuestras vacas. Cuando desperté pastaban tranquilas, nadie me creyó, nadie podría creer que alguien de nuestra raza podría lograr que un reptil del linaje antiguo se alejara de su presa desmayada para convertirse en luz y desaparecer como los héroes de nuestras leyendas. Eso solo ocurre en las historias que se escriben en la ciudad acerca de pastores que encuentran dragones dorados y se elevan.




Amiguitos, amiguitas y pequeños camaleones, decidí joder una historia haciéndola una "ópera espacial", resístanme, por favor, soy un idiota. Basada en una ópera, basada en un relato, basada en otro relato y tal vez basada también en cartas... Madame Butterfly es más conocida como una ópera trágica, o como la inspiración para el album Pinkerton de Weezer. Así que decidí escribir algo en su honor, disfrutad y bebed de la sangre de una mariposa:


 Lady Chrysanthème(1era parte)




“Para Trouble Pinkerton,
La forma correcta de hacer esto sería disculparme por mi ausencia y excusarme por ser un pésimo padre.  La verdad es que nunca fui un padre y nunca me gustó disculparme, ¿cuál es el sentido de disculparse? Sé que Giacomo nunca te contó sobre mí, lo hubieras odiado a él y hubieras venido lleno de rabia buscándome, probablemente me habrías matado. O  no, no te conozco, a pesar de que eres mi hijo. No tiene sentido, ¿cierto? Enviarle una carta a tu hijo, luego de tantos años, con este tono tan tristón. Iré directo al grano, cuando te den esta carta, estaré muerto por una sobredosis, quiero escapar de la miseria y las malas decisiones (tú eres una de ellas, ella fue una de esas).
Esta frase se me ocurrió hace un tiempo y supuse que sería la mejor forma de que conocieras la historia de tu madre y tu padre. Naciste del capricho entre un petirrojo y una mariposa. ¿Suena pomposo, no? Bueno, tu nombre también es extravagante… yo nunca te habría puesto un nombre tan ridículo, pero ella apenas sabía inglés. Puede que te des cuenta de que ese inicio suena hermoso para como transcurre la historia, conoces el final, después de todo.  También podría comenzar de esta forma: esta es la historia entre una prostituta y un marine que fue seducido por ella, o esta es la historia entre una geisha enamoradiza y un desgraciado que la engaño con sueños de grandeza. Tu madre, a quien apodaban Madame Butterfly en el cabaré de Giacomo Puccini, venía de una familia rica. Era una cantante impresionante, bailaba igual de bien, se expresaba con la más pura fineza… pero en la Confederación Asiática de Planetas son retrógrados.  Tienen una vista tradicional de todo que fue deshecha ya hace cientos de años por otros planetas asiáticos que están mucho más desarrollados, pero esto ya lo sabes. Ella no quería un matrimonio arreglado, quería enamorarse, quería ser una actriz, una cantante…  sueños de grandeza. Y su familia la botó de la casa, tenían a otras hijas, ¿para qué quedarse con la oveja negra, con la que no obedecía todo lo que decían? La dejaron en este cuadrante de planetas de mayoría asiática que están al borde de la pobreza y aún así mantienen la esperanza en el honor de una cultura antigua.
Entonces, llegué yo. Un soldado ya retirado de la Unión Anglosajona de Planetas. Tenía dinero, una buena pensión, estaba finalizando mi treintena y la vi en ese sucio cabaré (si Giaco lee esto se enfadará, pero para esos entonces era un bar de mala muerte), brillando entre la mugre.  La besé apenas salió del escenario, Giaco la felicitaba por su actuación tras bastidores y yo la besé, la solté tras un corto beso. Ella estaba completamente pasmada, no sabía cómo reaccionar, me cacheteó, me insultó… dijo toda clase de cosas que podía decir una pequeña mujer asiática. Tenía un carácter débil, te dabas cuenta de que actuaba molesta, era una romántica… aunque le hubiera jodido ese beso sorpresa, fue casi el desenlace ideal. Yo no sabía esto, solo soy un mujeriego estúpido. La besé por impulso, la empecé a conocer y le impuse mis creencias porque me pareció lo más racional y ella había aprendido a odiar las creencias que le habían impuesto sus padres. Simplemente, fue un desenlace natural, ese falso amor… un capricho y ya está. Uno que con el paso de los años se ha vuelto mi más grande pecado, ha desgastado mi corazón hasta dejarlo hecho mierda.
¿Por qué le hice eso, es que no sabía amar? 
Es una buena excusa, escúchala. Venía de la guerra. En mí no había más que desenfreno, mi fuero interno, mi psiquis, estaba vuelto un desastre. Y ella era jodidamente hermosa, un capricho vuelto realidad, un amor rápido y veraz que se consumía a través de nuestra pasión. Yo la quería, con su delicadez, con su inocencia, con su rabia… todo comprimido en su pequeño corazón, y aún así era muy influenciable. Era dulce, ella… solo… no sé, ¿quería creer en alguien? No tengo ni puta idea, pero decidió creer en mí y eso la jodió. Y posteriormente te jodió a ti.
Estuve tres años con ella en una relación que se definía por lo sexual, luego, desesperado por la tranquilidad que sobrecogía al planeta de mierda en donde está ese sucio cabaré… Todo se sentía falso, me sentía un actor en una obra que no me correspondía. Así… le dejé una carta, y dinero y le dije a Giacomo que la cuidara. No sabía que estaba embarazada, no creo que hubiera cambiado nada, si acaso habría huido todavía más rápido.
La carta decía algo sobre… que mi gente me necesitaba. Mi familia  estaba preocupada por mí, les haría una visita (esto tenía algo de verdad), estaría como mucho un año por ahí (genuinamente creí esto, quería aclarar mi mente y luego terminarlo todo, si me decidía). Y, en mi alma de poeta..., le dejé un recuerdo. Le dije:
“Volveré cuando el petirrojo ponga su nido, mi amada mariposa.” O algo por el estilo. Siempre me han gustado los petirrojos, así que, si ella ha de ser una mariposa, yo he de ser el petirrojo que la mató.
Sobre lo que pasó después de eso, sé poco. Giacomo me contó sobre ti, sobre lo deprimida que Cio-Cio estaba. Solo dejaba a su querida amiga Suzuki acompañarla… Cio dijo, según Puccini, en uno de sus actuaciones más hermosas:
“Hoy tu nombre es Trouble, hijo mío”, refiriéndose, probablemente, a la tristeza que sentía en su corazón o a cómo ese problema que era ser una madre soltera, tener un hijo, me obligaría a ir hacia ella, trayéndole felicidad… “Pero para cuando llegue tu padre, hijo mío, serás Joy, Joy Pinkerton. Por la forma de ser pragmática de tu padre, seguramente me regañará, dirá que te estoy destruyendo con ese nombre, pero verás todo es una treta entre él y yo.” Todo esto, porque no quería que tuvieras un nombre asiático.
Envié una segunda carta, haciendo como si Cio-Cio se hubiera olvidado de mí, que tal vez lo mejor era que siguiera con su vida, las cosas eran complicadas. Excusas. Eso, asumo, la destruyó. Te dejó de ver, me dice Giaco en otra carta, que se aisló de todos… y un día, después de no saber absolutamente nada de ella (la luna era una sonrisa abyecta, me cuenta en la carta),  se tiró de la azotea. La mariposa intentó volar, pero ya no tenía alas…  Y es mi culpa, Trouble. Lo admito.
Me hubiera gustado estar ahí y evitarlo todo, con mi consciencia actual… sin embargo con el ruido y la suciedad en la que lo veía todo en esos tiempos, habría sido incapaz de entender nada. Su suicidio me pareció estúpido, un acto melodramático. No entendía por qué alguien se suicidaría por mí, ese era un punto de vista egocéntrico… Ella no se suicidó por mí.
Eso es todo. Me han dicho que tienes una bonita nave llamada Butterfly, cuídala.
B.F. Pinkerton”
 Giacomo Puccini le había entregado esa carta hacía ya siete meses. Esa era la primera vez que la leía. Estaba en su nave, no sabía dónde demonios. La resaca amartillaba su cabeza, sus sentidos estaban atontados. La leyó, como si fuera necesario leerla en ese momento, y recordó: Liz. 
Segunda parte
Poco se sabe de la mujer que le dio un lugar en su corazón a dos de los escritores irlandeses más populares y leídos. Oscar Wilde fue su novio, Bram Stoker se casó con ella. Sí, el escritor de la versión del vampiro más conocida y admirada le robó la novia al encantador, frívolo, elegante y aun así sensible y romántico Wilde, adorada y perversa influencia para adolescentes de todas las épocas.


El dragón, la rosa y el ruiseñor

         —Madre, no voy a poder hacerlo sin ti y lo sabes.  No lo digas, no es necesario mentir, no volverás, sabes que no es cierto. Después de renunciar a tu cuerpo te costará mucho volver, ahora Bram es parte de la Aurora Dorada, dedicará buena parte de su energía a evitar estos encuentros. Sin duda puedo afirmarlo, si estás aquí es porque él lo ha permitido. Debe haber pedido a los suyos que te dejen despedirte, no volveremos a vernos, mamá.
No sabía que escuchaba tras la ventana, tal vez por eso se permitió hablar con desenfreno y pasión hacia una madre invisible a la que ni siquiera le dejaba silencios para que pudiera contestarle.
Madre, nadie entiende mi labor, se dejan seducir por la belleza superficial, pero no ven más allá. Nadie descifra los símbolos, adoran mi vanidad, se divierten con el personaje excéntrico en que me he convertido, pero nadie se arriesga. De qué sirve tanta belleza si no puedo permanecer al lado de ninguna criatura amable. Madre, yo amaba a Florence como Zeus nunca amó a mujer mortal. Bram se la llevó. ¿Cuál, qué? No sé de qué hablas, qué planeta, qué parasito sangriento, no lo entiendo. ¿Qué dragón? Hice cuanto debía, hice lo que tenía qué, no me distraje tanto, no me perdí por completo.
¿Acaso los fantasmas se comunican por telepatía y es por eso que su conversación me parecía un monólogo insensato? No lo sé, es poco lo que pude escuchar, después de que la voz de Oscar se hiciera aguda y se mezclara con gemidos perdí el conocimiento.
Yo la amaba. No puedo ir allá, me cuesta tanto respirar el aroma de Florence en Irlanda, Eco me susurra su nombre en cada esquina. Flores silvestres y flores cuyos nombres no puedo pronunciar sin sentirme pretencioso me invitan con su aroma a recorrer en mi memoria días suaves plagados de recuerdos dulces que oscurecen mis pensamientos y… ciertos pájaros conocidos me reprochan el perderla ensombreciendo sus miradas. Perdí a la única mujer que amaba y ahora Bram, el fiel amigo de la familia, mamá, está con ella. Tienen un hijo. No entiendo, no entiendo nada, ¿qué, ella decidió y no fue que él me traicionó?, de qué hablas, no sé diferenciar uno de otro, ¿de quién me hablas? Madre, qué significa qué Bram encontró su camino más pronto y siempre estuve distraído. Madre, por qué además de estar atrapado en este cuerpo, estoy atrapado en esta celda, en este drama y no puedo acercarme a Flo y, madre, ¿qué significa eso?, ¿es todo lo que tienes que decir al respecto?
Esto que comparto es lo poco que recuerdo, quedó grabado en mi memoria como si fuera un castigo por haber oído más de lo debido, tal vez la orden hermética a la que se refería Oscar me descubrió espiando.
Madre no puedo escribir sin amor. No, tú no entiendes. Sabes, disfruto la belleza de este momento, me gustaría ver como luce la luna justo ahora, sí… Sufro como un cobarde y no podría escribir si no disfrutara esto, ¿cuál ha de ser mi camino? Exaltar la belleza del amor perdido hasta que pueda desafiar a la muerte en la mente de aquellos que no pueden ver más allá de lo superficial… Madre, sufriré escribiendo a ese amor y Flo no podrá olvidar a quien la amó como ningún inmortal dragón sin vida podría.
Lo último que recuerdo de esa noche es haber caído cara al cielo observando la bruma espesa que ocultaba que luna que Oscar no podía ver. Cuando desperté el prisionero dormía como un niño consolado por su madre luego de llorar mucho por haber perdido una delgada capa de piel de las rodillas.


Hola, seguimos con la semana de #SanValentín, esta vez con una ficción sobre María Antonieta, reina de Francia y de Navarra, y la Duquesa de Polignac, con quien mantuvo una relación muy cercana ;)


El amor de María Antonieta


Amo el amor de faz sangrienta con dos inmensas puertas al vacío
El amor como apareció en doscientas cincuenta entregas durante cinco
Años
El amor de economía quebrada
Como el país más expansionista
Sobre millares de seres desnudos tratados como bestias
César Moro

Ahora todo había cambiado, mis cabellos se habían vuelto transparentes y solo me quedaba esa gloria melancólica, la que queda tras haber probado la felicidad.  La de los héroes de las historias de Homero, la majestuosidad de la fatalidad de Aquiles residía sobre mi espalda. Las lágrimas de Werther, pues, esas ya se me habían acabado; en quien pensaba más era en Rousseau, claro, en él y en tus labios, esos…
 Desde mi calabozo puedo escuchar el barullo, los gritos que piden mi cabeza. Las voces gruesas que me llaman con nombres vulgares, que  me inventan más delitos de los que podría recordar. Pensaba que la maldad solo existía en las novelas o en la ópera, recuerdo que Fersen me dijo alguna vez que yo no había nacido para conocer la miseria; por ello, no debía husmear en los temas sociales del reino. Decían que era muy delicada, que mi inocencia no podía soportar todo ello, pero, ahora, la única que está en la mazmorra diciéndome palabras bellas son tus recuerdos y las ratas. No sabría decir a cuál de las dos le tengo más afecto. Ya casi no reconozco mis manos, las venas sobresalen a mi piel pálida y cuarteada. Creo que el final se acerca y no puedo más que intentar no romper en llanto.
Cuando llegué por primera vez a Francia tenía 15 años y pensaba que el amor podía crecer solo con la foto de un príncipe desconocido. En mi noche de bodas, tras el desánimo y la insatisfacción de algo que desconocía sospeché  que el amor no tenía que ver con lo físico, con las caricias; me dije, algo debe de andar mal contigo. Más tarde llegaron las fiestas de disfraces, llegaron las salidas nocturnas, mis primeros hijos, llegó Fersen y llegaron nuestras manos. Como diciéndome que todos mis razonamientos habían estado errados, me tomaste el rostro y entendí que tus labios eran los míos, por eso ya no dolía, por eso no anhelaba otras pieles. Tus manos conocían los senderos de los placeres más oscuros; cuando mis cabellos eran dorados, cuando Francia todavía era esplendorosa y nuestros orgasmos llenaban las madrugadas con gritos explosivos que hubieran podido despertar una guerra, pero nunca sospechamos que habíamos atraído una revolución.
La reina de Francia, la puta de los cortesanos. Dicen que hacían orgías en su casa en Trianón, que le decía a Luis XVI que necesitaba del campo para relajarse pero en realidad era la guarida de todos sus amantes. Son casi las 9, en unas horas tendremos que separarnos. La angustia no deja de apretarme el pecho y  Madame de Polignac me ponía nerviosa con su actitud apacible. Nos quería enviar pasteles para quitarnos el hambre, por qué no se le ocurrió ofrecernos sus joyas, perra infeliz. Pensaba que la vida se reducía a tomar champaña y follar como coneja. Entonces le rogué a la servidumbre que me quedaba que se fueran del cuarto. No dejaba de temblar, mi cabeza recordaba el rostro de mis hijos y las caras de esas personas, sus gritos. Me tomó de los hombros y mientras me besaba sus manos retiraban poco a poco lo que quedaba de mi bata gris. Cuando llegó a Francia todos sabíamos que solo vendrían desgracias. Despilfarrando el dinero del reino en póker y en calzones con bobos. Ay, la reina perdida, la pordiosera de amores que regalaba su sexo por algunas risas, por salir del aburrimiento, como pidiendo un circo que la arrastrara de su vida… ¿de sus joyas? Nuestras manos estaban arrugadas por el tiempo que habían estado bajo el agua. Querida, me dijiste, nos veremos en las afueras de Francia en algunos días, cuando todo haya pasado. Con la voz entrecortada le dije aquellas palabras mientras le soplaba burbujas en jabón en los cabellos. Sigue de frente, camina hasta el escalón más alto… Sus cabellos sobre mi espalda, sus dedos girando y aquellos rulos mojados rozando mi frente. Sabía que sería nuestro último baño, querida, lo sabía desde el comienzo. Estira el cuello, puedes decir algunas palabras, encomiéndate al señor. No, querida, no nos veremos más.


Esta es una historia a propósito del amor que siente una madre hacia sus hijos. ¿Logran adivinar de quién se trata? Además, quiero agradecer expresamente a mi amigo y colega Jaime Montoya por aceptar amablemente leer el manuscrito de este texto y hacerle unas correcciones imprescindibles que, si bien no las seguí del todo, Jaime, fueron muy valiosas y te lo agradezco en demasía. Así, los errores, si los hay, son de mi entera responsabilidá.

Hápax Eulalios

A Kathy, al porqué
(c) Stefany Moreno

Mary, nuestra partera, había pronosticado que daría a luz el 22. Cuando me lo dijo tuve la ligera sospecha que se adelantaría… como Erasmus. Él se había adelantado 6 días, y este niño, ¿en cuántos días lo hará? Child… Nuestro idioma no tiene el problema que tiene el latín o las otras romances… Si no sabemos el género de nuestros hijos (cómo saberlo, además) simplemente les denominamos así, child, y notamos si se trata de un niño o niña tan solo viéndolo. Ah, trivialidades de los nombres. Y todo esto por estar leyendo aquellos estudios del indoeuropeo de Sir William Jones. Oh, este pequeño ha pateado, «¡Mary, Mary, ha pateado!» Oh, «¿Mary?» Ya no está… Quizá se haya ido a preparar la cena… ¿Y si naces el 14 como nuestro mártir Valentine, querido? El 14 es un bonito día donde se va a misa y los esposos se prodigan amor en conjunto con sus familias, ah… Qué bello. Y, claro, también es el día de Cirilo y Metodio, partícipes de no solo el adoctrinamiento de los eslavos sino de la invención y perfeccionamiento de un alfabeto propio de esas tierras para esparcir la Palabra: el glagolítico. Escuché decir que significa literalmente ‘palabra’ y que además…. Ay, dolor, qué dolor, creo que, definitivamente, se adelantará al menos 2 semanas ¡o quizá más!, ¡Días te separan de tu madre, child of mine! Nacerá el 14, sí. El 12 y el 13 no tienen ninguna importancia, oh… Claro, salvo la patrona Santa Eulalia de Sarriá que, si bien nosotros no la veneramos, había escuchado que era alabada en Barcelona. ¡Crucificada como nuestro Mesías por difundir la Palabra! Uh, nada más importaba, ¡el dolor era insoportable!

¡Señora Susannah! ¡Dios mío!

No fueron los regaños de Robert los que me preocuparon sino que cualquiera de las niñas haya visto algo… Especialmente la menor, Susan. Según Mary, fue ella la que me encontró en el suelo, inconsciente. Las niñas, con Erasmus, estaban jugando en el cobertizo. Yo solo recuerdo que estaba deseando que mi pequeño nazca el día de San Valentine cuando, de repente, me encuentro en mi habitación, echada, con mi marido, Mary y mi suegro. Todos con cara de consternación o de velorio… como si me hubiera muerto o algo. «¿Las niñas?», pregunté instintivamente; «Duermen plácidamente, querida», me dijo Robert. Me toqué la barriga y noté que todo estaba bien. «Todo en su lugar», me dije. «¿Y bien?», me inquirió Robert. Mi marido era un tipo dominante para ser un médico rural. Gran lector de novelas y tratados, los más que yo también leía sin parar. ¿Qué me había enamorado de él? Sin duda, don Erasmus, su padre, poeta y gran conocedor de muchas especies de plantas. Todo un humanista. Además, lo conocía desde siempre porque era un amigo entrañable de mi padre. «Simplemente salí a dar un paseo y… me encontré acá», dije, como para romper la tensión. Todos me miraban reprobatoriamente. «¡Erasmus!», grité; «Está durmiendo, señora»; «Tráiganmelo inmediatamente». Traté de disimular una sonrisa y me quedé pensando mientras Robert me daba un sermón. Pensé que este niño sería el último… me sentía enferma… Algo no andaba bien en mi organismo como para seguir procreando; ellos, mis hijos, ninguno se privaría de nada si yo les faltara, pero… no quería faltarles. Minetras Robert hablaba, tratando se serenarse; era divertido verlo así, tan solemne, tan incólume, regañando a su mujer porque no guardó el reposo solicitado y a su padre, mudo pero mirando de soslayo todo este espectáculo que después recrearía en algún verso, alguna cuarteta… Él también escribía en latín… Se golpeó. Traté de no reírme pero no pude. ¡Un libro le había caído en la cabeza! Su padre se rió estentóreamente. Quise ver qué libro era pero mi marido lo cogió y, rápidamente, lo puso en el estante. Con la rapidez, o por lo mal puestos que estaban, se le cayeron más libros encima. La risa fue general ahora. Él mismo se reía mientras Mary trataba de acomodar todo este desorden. Cómo amo a The Mount, «cómo te amo Robert», le dije, antes de quedarme profundamente dormida.


Mi querido hijo sería un varón y nacería el sábado 12 de febrero, al promediar las 2 de la mañana, de 1809. Las contracciones las sentiría a la media noche del mismo día, como si él hubiera calculado con rigurosa exactitud cuándo nacer. Fue un parto de lo más tranquilo. Un robusto bebé se uniría al calor de mi numerosa familia, The Mount. Pensé en ponerle como su padre pero él se negó así que al final quedó como Charles Robert. Todo un regalo de Dios.