Febrero está muerto. 
Un tonto relato, sobre la idiotez y los prejuicios y la certeza de estos.


Viaje

Oyó la palabra en un bar, no tenía sentido alguno en ese momento. La gente concurría a un lugar para adormecerse un poco. La vida era demasiado cansina y no dudaba en mantenerte despierta en este mundo asfixiante, azul. William tomaba una cerveza porque quería encontrar una razón para seguir adelante. La calidez del alcohol, la falsa calidez del lugar hacía que mirara todo con un cristal engañoso.

William reflexionó y se dio cuenta de que no tenía hacia dónde ir. Un segundo de reticencia lo dejó con un pensamiento que planeaba sobre valles sin nombres. Oyó la palabra de nuevo, mas ninguna campana sonaba. No había un aviso que le dijera, “despierta, este es el momento, ése es el lugar”. Se encontró confuso, pensando que el barniz de la tabla era un color hermoso, un color al que nunca le había prestado atención. Comentó, ausente:

“Esta mesa, tiene muy buen color.” Se le ocurrió que el color que su mente trataba de encontrar era rojo.

Era marrón, pero eso  no tenía importancia. Se le ocurrió que tal vez  su viejo amigo había muerto porque tenía meses sin dirigirle la palabra. No se habían mandado correos. Se dio cuenta de algo: tenía tiempo alejado de su vida no-virtual. No sabía cuál era la diferencia entre esa y esta. Se sintió en un mundo simulado, en donde bebía y trabajaba, ganaba dinero y luego bebía más. William  especuló que podía ser reemplazado por una máquina. Una máquina precisa que hiciera las acciones que había hecho en los últimos meses. 

Un segundo hecho brilló por su ausencia, si dudaba de la vida de su amigo porque tenía ocho meses sin dirigirle la palabra, ¿qué pensarían sus amigos sobre él? No hablaba con nadie, no se había encontrado con nadie. Ninguno de sus compañeros del trabajo sabía algo significativo sobre él. Si acaso sabían su nombre era porque tenían que llevar la identificación a todos lados. William no se daba cuenta de esto aún, estaba ausente, pensando en su amigo. Volvió al ambiente de su trabajo, dentro de sí se hervían toda clase de teorías sobre por qué era tan insignificante para la gente de su trabajo.

“¿Por qué es que la gente no ve en los demás más de lo que uno aparenta? Cuerda de payasos vacíos” dijo, el cantinero oyó la pregunta. Lo vio como quien no entiende la cosa, dijo, sin mucha gana:

“¿Ah? ¿Qué dices?” 

“La gente, la gente solo ve lo que quiere ver.”

“La gente ve lo que está a la vista, es así de simple.” Pensó que el cantinero tal vez tenía una familia. Tal vez en su tiempo libre leía sobre filosofía. Le creó un mundo ficticio, pensó que ese hombre podía estar analizando todos sus movimientos, cada expresión que su cara hacía mientras una tormenta de ideas lo torturaba. Caviló largo rato sobre esto.

“¿Cómo te llamas?”, le preguntó, luego de no llegar a ninguna conclusión tras elucubrar.

“Henry,  ¿y usted?”

“William. Soy un desgraciado , ¿lo ve, cierto?”

“Cada hombre vive tras de sí una tragedia. Algunos toman, otros se drogan, otros no paran de racionalizarlo todo. Son opciones válidas.” El cantinero le pareció arrogante.

“Usted cree que sabe lo que la gente piensa, ¿no es así?”

“Tras años de ver a los mismos desgraciados uno se inventa historias.”

“¿Y eso le da derecho a juzgarlos?”

“Uno se da una idea de por qué un hombre pide whiskey mientras mira pensativo la bebida antes de tomársela. De por qué uno pide cerveza en lugar de ron. Yo pienso, que si uno se lo bebe como usted, de manera tan lenta, como catando una cerveza genérica, con esa mirada tan tristona debe ser porque medita sobre algo. Uno piensa que si uno se dedica a ver su bebida, debe ser porque trata de encontrar su consciencia en la profundidad de una copa. Si uno mira a las personas, al cantinero, y de nuevo a la bebida y da un sorbo simple mientras murmulla estupideces. Uno piensa: ese hombre se debe sentir sumamente solo, debe ser un desgraciado, un rencoroso. Esa es mi opinión.” 

“Usted no tiene derecho a juzgarme. No sabe nada de mí.” William encontró en el raciocinio del cantinero una lógica absurda, ¿por qué este hombre que servía bebidas creía que tenía el poder de analizar a alguien por la forma en la que bebe? Se lo imaginó leyendo una novela barata y creyendo que estaba en una. Un hombre como Henry era un hombre que creía que vivía en una novela, por eso, por su falta de realidad, por sus ficticias razones, era un hombre vacío, en el cual no se podía confiar. Un hombre que se cree actor de una vida de novela no es más que un vacío que llena su vida de palabras. William entendía esto de manera intuitiva. No sabía expresarlo en palabras, por lo que farfulló: “Hipócrita de mierda.” 

La palabra hipócrita despertó en él la memoria de su última novia. Una relación digna de teatro. Una puta hedionda que no podía hacer más que emborracharse hasta la inconsciencia, coger y armar dramas, tontas manipulaciones que se veían a leguas. William se creyó realmente estúpido.

Henry pensó que un hombre como el que tenía al frente, tan estúpidamente honesto, haría un buen personaje principal para una novela. Pensó, mientras servía un Martini a una mujer, que un hombre tan desgraciado como el que bebía su cerveza de tal manera, le recordaba a un personaje de una novela que había leído.

“Un desgraciado que se suicidará esta noche, no dudo que mañana lea en los obituarios que un borracho llamado William se suicidó”, esa era la línea de pensamientos del actor Henry. Un escritor de guiones aficionado, apasionado por la literatura y el teatro.

William se terminó de beber la cerveza. Tomó una decisión. Recordó a su amigo, Juan, del que no sabía nada y se sintió triste. Pidió un whiskey que se bebió de un trago, trataba de demostrarle al cantinero que no había nada en las bebidas que uno escogiera. Henry disimuló su sonrisa, era una victoria personal para él.

“Nos vemos, Henry” dijo, con energías renovadas. “Un placer.”

“Igualmente”, le correspondió el cantinero, y pensó: “Este hombre se va a suicidar esta noche.”  

William escribió una carta a Juan. La mañana siguiente nadie sabía nada de él o más bien, se dieron cuenta de que nadie sabía nada de él. Sus familiares cercanos llamaron a sus amigos, el teléfono de su casa no contestaba. Sus amigos llamaron a su celular, a su lugar de trabajo. Dijeron que tenía una semana sin venir. Indicaron a la policía que un William Nuñez tenía una semana sin ir al trabajo, un mes sin relacionarse con ningún familiar o amigo. Su amigo del alma, Juan, había muerto hace cuatro meses. No fue al funeral, se negó a creerle a cualquiera que le dijera tal sinsentido.  María, que llevaba ocho meses limpia de alcohol o drogas, se aventuró a decir que estaba deprimido, el pobre deliraba y seguro lo encontrarían en la calle, muerto de hipotermia en algún callejón, si no se apuraban.

William vio el amanecer de esa ciudad por última vez un treinta de septiembre. Estaba cansado de las mentiras y las banalidades, se dijo antes de partir:

“En esta ciudad no hay más que drama. Juan, amigo, sin ti esta ciudad no es más que un teatro.” Prendió un cigarro, después de dos años sin fumar, el traqueteo del tren era un sonido que aceptaba en ese mundo de absorción en el que estaba. El trinar de los pájaros era otro sonido que aceptaba. No había más de cinco personas en la estación cubierta de nieve que se derretía. Eran las siete de la mañana cuando partió.