Justo en el último día de la universidad,  la facultad fue visitada por el productor de una serie conocida de los Noventas: Pataclaun. Lo que contaría a los tres gatos asistentes, porque literalmente eran tres, mi amigo, el organizador y una bailarina de ballet de la escuela de Danza, sería espeluznante. Al punto que me hizo escribir una crónica. Algo como esto:


¿Sabían que Pataclaun fue una metáfora del conflicto armado interno? ¿Del terrorismo? Nos había preguntado a boca’ejarro un amigo de la universidad mientras almorzábamos en el patio de Letras. Regresábamos de unas vacaciones extenuantes y aquello era lo último que queríamos escuchar. ¿Sabían que un productor le dijo al elenco en pleno que su obra era una metáfora de Sendero? Gonzalete trastabilló, reculó y dijo, no, no: él representaba al Presidente Gonzalo, a Abimael. Queca, por su parte, a ¿Augusta la Torre o a Elena Iparraguirre? ¿Y Tony?, le pregunté, timorato. A Víctor Polay Campos. Los tres actores quedaron alelados con la confesión del productor. Y decidieron renunciar.  Lo dijeron casi al unísono. Pero había algo en la cláusulas pequeñas de sus contratos que aquel productor les leyó en voz alta: «Aceptamos ser apologistas de la lucha armada y del Luminoso Sendero de Mariátegui», que efectivamente al posar una lupa en ellas así rezaba. Sudaron frío: eran apologistas. Se miraron entre ellos. No había marcha atrás. Filmamos mañana, chicos.
¿Y Machín, Wendy y Monchi?, le preguntamos a nuestro amigo conspirador. ¿Qué no la sacan? El lado opuesto del terrorismo, pues, el que se hizo desde el Estados. Nos miramos estupefactos. Tenía sentido. Alberto, Susana y Keiko: la familia Fujimori. La familia principal de la serie.
Bien, bien, esta vez no me hice esperar (?) mucho, aquí va lo que faltaba del segundo capítulo. No tengo mucho que decir hoy, así que solo los dejo leer.


.+.+.+.+.+.+. CAÍN: La máscara de auqui - Capítulo 2.2.+.+.+.+.+.+.

Don Juan era como un abuelo desde que éste murió. Le gustaba sentarse a la puerta de su casa y saludar enérgicamente a todo el que pasara cerca. A veces, Damián se sentaba a su lado y el anciano le contaba historias sobre el pueblo y también sobre los hombres de antiguo que habitaron el mundo, historias que le habían contado a él cuando era un niño. Ese día, el viento les trajo un papel, don Juan lo recogió y le enseñó a armar un barco. ¿Flota, don Juan?, sí, le dijo. Salió corriendo entusiasmado a la acequia, lo puso en el agua y flotó. En el reflejo, notó que del otro lado, y lamiéndose una pata, era observado por el zorro blanco. Una risa burlona se acercó a su oído, pero no había nadie allí además de él y el zorro.

Un escalofrío le recorrió la espalda y cuando pensaba en moverse escuchó un conteo. Huk, dijo. Estaba completamente tieso. Iskai, perdió fuerza en las piernas, las sintió heladas, adormecidas como si fueran de arena. Kimsa, se disolvió su voz, tembló su mandíbula. Sintió que caía y un impulso lo hizo poner las manos al frente para no lastimarse, cerró los ojos y encogió lo que aún respondía de su cuerpo. Tawa, quedó suspendido en el aire, sobre el agua. Una fuerza lo obligó a abrir los ojos y alzar la cabeza. Allí, delante, el zorro blanco no le apartaba la vista. «No huyas», dijo, «quiero mostrarte algo». Volvió a tener el control de su cuerpo y fue devuelto al suelo. Desde allí, vio las sandalias de un hombre pasar muy cerca. El zorro rió y lo señaló con el hocico, como diciendo que lo siguiera. Iba en dirección a la casa del chamán.

No parecía ser del pueblo, pero aquel hombre caminaba sobre su propia tierra, daba pasos seguros aunque su figura parecía más bien desanimada. Se detuvo en la puerta y giró la cabeza hacia el niño. No puede verte, aseguró el zorro blanco. Entonces advirtió que no tenía sombra. Asustado, el niño buscó la suya bajo sus pies, el zorro rió.

El hombre ingresó a la casa y ellos lo siguieron. Ya no era el lugar en el que jugaba, su aspecto era más ordenado y había una velita encendida en el altar. El hombre se sentó a la mesa y una mujer salió de las habitaciones del fondo.

– Llegastes, Julián, ¿por qué tanto te has demorado?

El hombre en la mesa era Julián Mallqui, taciturno, seguía a su mujer con los ojos bien abiertos, como si se tratara de una aparición. Ella le servía una taza de leche mientras le decía cosas sobre el pueblo y lo mal que les estaba haciendo el maestro albañil Edilberto Cáceres con sus desafortunados comentarios. Nadie le hace caso a él, pensaba, saben que les guarda un rencor injustificado. No había sido su culpa que muriera su hijo. Julián hizo lo que pudo para salvarlo.

– Ay, mi Julián...

Los ojos de Mallqui eran insufribles y, aunque nada de lo que su mujer le decía tenía algo que ver con su ánimo, no se atrevía a responderle o rectificar. Las palabras se le habían quedado en el camino, en la puna, tal vez, en las flores de cantuta o en la laguna que formaron las últimas lluvias. Solo cuando ambas miradas se encontraron nuevamente la mujer comprendió la necesidad de esas palabras.
Nos tenemos que ir, dijo por fin. ¿A dónde nos vamos a ir, pues?, acá estamos bien, siempre estuvimos bien aquí, cerca de la acequia, cultivando tomates y hierbas en la chacrita, Julián, ¿a dónde?

Cuando la mujer volvió a la habitación de la que había salido, tocaron la puerta. Mallqui se levantó abruptamente, tirando al piso la taza de leche. El zorro se acercó al charco y Damián observó intrigado cómo dos pequeñas sombras se reflejaban en su superficie. Entonces el chamán abrió la puerta y una densa neblina ingresó a la casa, tan densa que parecía disolverlo todo, excepto las sombras en el charco, que se hacían más nítidas. Cuando la neblina pasó, no había rastro de la casa ni del pueblo, estaba frente a una pequeña laguna, solo, pues había perdido de vista al zorro hablador.
Las sombras en la laguna eran el reflejo de dos hombres. Uno de ellos era Mallqui, pero desconocía al otro. Llevaba ropas extrañas, como hechas con retazos de muchas ropas distintas. Se le ocurrió que podrían ser las de toda la gente del pueblo. Creía ver en esa multitud la camisa azul de su padre, los guantes de don Edilberto, la chompa de doña Teresa, el polo nuevo que trajo Antonio de Lima la última vez que se fue, el poncho de don Juan... Y en el rostro una máscara de auqui con una gran barba blanca. Mallqui extendió una tela, se sentaron frente a frente y comenzó a echar las hojas de coca. Las dejaba caer una tras otra con mucha ceremoniosidad, afligido, observando su ligera trayectoria en el aire, como si hacerlo pudiera cambiar el destino.

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Bueno, eso fue todo. Espero terminar lo que sigue en unos días. Saludos.

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Cristiano Amor


V
El cáncer de su madre había sido algo que Cristiano ni se lo esperaba. Mi madre trabajaría hasta cumplir los 70 entonces se podría jubilar para hacer su negocio de postres. Era lo que ella esperaba. A mí no me importaba. El contacto que tenía con ella era mínimo. Era como si yo huía de ella. La evitaba. Yo me enteré de lo suyo cuando una enfermera me llamó: su madre ha entrado en coma, por favor venga. ¿Ah? ¿Coma? ¿La vieja? Imposible, ella era fuerte como un roble... Jamás la noté mal. Es decir, estaba más delgada. Es decir, pude ver su cráneo, vislumbrarlo, nítido, en mi cumpleaños. Oye, vieja, come más, pues. Ella río. ¿Era eso una lágrima en sus ojos? En todas las fotos salía llorosa. A la semana. Menos. Coma. La vieja se moría. ¿Me necesitan para donar sangre? ¿Coma de qué? La ¿enfermera, secretaria, dependienta? del hospital hizo una pausa. ¿Ah? Venga lo más pronto posible al Hospital del Empleado y pregunte por su madre. Colgó. Tenía un cáncer vesicular grado IV que ya comprometían a las vías biliares. Se lo habían detectado hacía 10 meses. ¿Su expectativa de vida? Tan solo de 6 meses. Es un milagro que su madre haya durado tanto. Mi cumpleaños había sido hace unas semanas, doctor... Quizá quiso verlo, entonces, joven. Cristiano maldijo a Dios con toda su alma, al cuerpo interne de su madre y se dijo que nunca, jamás, volvería a creer en la casualidad. Huevón, eso no era de Dios sino del diablo de mi padre que me hacía una pasada odiosa. Ese huevón. ¿Hasta los criminales tenían epifanías como esta? ¿Lloraste cuando tu madre se enterró? No fui. Me robé su cadáver a las pocas semanas. Aún tenían color sus labios, su rostro gélido no apestaba y besé sus mejillas repetidamente. ¿Era demasiado pronto para sacarla? Quería ver la verdad. Llamé a Pedrito. Él tenía conocidos en la morgue. Fue fácil ingresarla. Tengo sus huesos en mi departamento. Su ataúd está vacío en el cementerio. Ella me acompaña, huevón. ¿Qué edad tenías, Cristiano? 23 años. ¿Y tu madre? 63. So Young
Parece que pasó una vida... no, miento, no es tanto, unos meses tan solo y volví. Estoy escribiendo esto muy lento, porque hay muchas cosas que aún me cuesta definir, pero ahí vamos. Este capítulo 2 es un poquito (solo un poquito) más largo que los anteriores, así que viene en dos partes. Ahí va la primera...


.+.+.+.+.+.+.CAÍN: La máscara de auqui - Capítulo 2.1.+.+.+.+.+.+.

Recordaba bastante bien la casa cerca de la acequia. Les habían dicho que se trataba de la casa de un brujo y que no debían entrar. Cuando pasaba cerca con su amigo Antonio, éste comenzaba a hablarle sobre fantasmas que «chupan el espíritu». Pero a Damián siempre le llamó la atención, quería saber lo que se escondía detrás de esas historias, lo que en verdad sucedía allí por las noches. Quizá por eso le gustaba verla desde la ventana cuando empezaba a oscurecer. Apartada de todas las lucecitas encendidas en el pueblo, la casa del chamán desaparecía de a pocos, se perdía en el gris y parecía hundirse en un paisaje cada vez más negro, como si se tratara de un sueño o una ilusión colectiva.

Eventualmente terminó acercándose. Removió con esfuerzo las tablas de madera vieja que trancaban la puerta y entró. Como niño, esperaba un acontecimiento fantástico al cruzar el umbral, pero no sucedió nada. La capa de tierra sobre la mesa era más gruesa que una hoja de papel, quizá más que dos, sobre ella dibujó su nombre con el dedo mientras detenía la mirada en una pequeña repisa cubierta de cera blanca y de velitas casi completamente consumidas pegadas a su superficie. Habría sido el altar de algún santito cuya imagen también abandonó el pueblo. Decían que este chamán se fue de aquí hace muchos años y no se le volvió a ver jamás. Pensó que su alma retornaría, cuando hubiera muerto, a recoger sus pasos, y en que quizá los chamanes no tenían alma o la perdían en algún momento por la mano de algún diablillo.

Una de las historias sobre Mallqui contaba que su hijo no quería continuar con las artes del padre, porque sabía de su trato con los gentiles y había sentido venir la mala suerte. En el piso de la casa quedó un soldado de plomo, oculto tras una de las patas de la mesa. ¿Habrá sido de su hijo, de su nieto? Tenía un nieto, claro, que volvería al pueblo a encontrarse con los espíritus y devolverle la paz a la gente que sufrió tanto. En casa, Damián tenía algunos soldados como ese, pero de plástico, por lo que pensó que su nuevo juguete podría ser el capitán. Así que lo sacudió con los dedos y procedió a guardarlo en un bolsillo. Acababa de decidir que limpiaría la casa, o al menos la pequeña salita.

Terminar le tomó un par de días. Al final tenía sobre la mesa, aparte del soldadito de plomo, un cuaderno, una vela sin usar, un par de clavos doblados y un marco vacío. Colocó todo en el altarcito, menos el soldado, que regresó a su bolsillo, y el cuaderno, que quiso revisar por curiosidad. Contenía cuentas y nombres de personas del pueblo, con fechas y descripción de sus curaciones, aparecía incluso su padre con anotaciones sobre una fiebre muy alta. Damián se preguntaba si de verdad el chamán fue malvado. Quería creer que todas las historias eran un malentendido.

El día que vio al zorro blanco por primera vez, Antonio viajaba a Lima por las vacaciones de medio año. Damián, por su parte, estaba en la casa de Mallqui, su amigo lo llamó por la ventana y le dijo que le traería un recuerdo para inmediatamente después volver corriendo al pueblo casi casi en sincronía con la caída del sol. Entonces vio su figura en el otro cerro, la luz encendía su pelaje blanco y su mirada parecía dirigirse únicamente a él. Sintió como si estuviera en lo más alto de la puna y se encogió de hombros, temblando, sin dejar de verlo. Escuchó una risa burlona cerca de su oído y por un segundo me creyó incapaz de hablar. No había nada ahí atrás, y tampoco luego donde se encontraba el zorro blanco.

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Bueno, hasta aquí va la primera parte. Publicaré la segunda en una semana aproximadamente. Saludos :)

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Cristiano Amor

IV

De su madre no recordaba mucho. Siempre le pareció poca cosa pero, te digo, ella fue más inteligente que yo en muchos aspectos. Y que mi padre. Me confesaría. ¿Cuánto tiempo estuve viéndolo? No lo recuerdo. Pero no fue ni un mes. Ella se dedicaba a poner inyecciones a domicilio. Veía su trabajo aburrido respecto del de mi padre. No había acción ni drama... ¿Que cómo sabía de mi padre si él no hablaba con nadie ni salía en la prensa? Pues por ella justamente. Ella era la encargada de contarme qué hacía mi padre. A él nunca lo veía ahora que recuerdo... Sí, pues, todo lo sabía por ella. Por mi madre. Y recuerdo un caso muy particular. Un día, cualquier día, la acompañé. No porque me gustara lo que hacía sino por las casas donde iba. Algunas más lujosas respecto de otras. La clienta vivía solo a pocas casas de la nuestra. Era viejita, de unos 80 años. Quizá más... Vivía solo con su marido. Un hombre mucho mayor que ella pero que se veía más vigoroso e incluso lúcido. Recuerdo un detalle: un televisor Samsung Star de 14" pulgadas nuevecito. Todas las veces que fui, que fueron varias, siempre estaba prendido en alguna novela de turno. La casa de los viejitos era muy particular porque parecía que estaba acondicionada para cuidar a la vieja. Para que el viejito cuidara a la viejita. Y bien qué pasó ahora, le preguntó mi madre con un infinito amor que en aquel entonces no valoraba pero que a veces extraño. Solo a veces... Es que es la idea de mi madre lo que extraño y no a ella. Es decir, ella me molestaba pero, idealmente, como ya no está, su recuerdo, la evocación misma es dolorosa: solo se recuerda la dulzura y no la controversia. Ella me molestaba en vida, sí, claro, pero cuando la recuerdo eso se neutraliza y, pues… huevón, queda la nostalgia. Eso, claro. Mi madre era muy dulce y muy amable y creo que por eso la menospreciaba porque no era como mi padre ni como yo. ¿Que de qué murió? Cáncer. Nadie la tocó. Sabían que era mi madre y si alguien la tocaba yo, pues, lo mataba. Ja, ja, ja, ja. Es decir un decir, huevón, cambia de cara. Yo jamás ejecutaba pero tenía gente que lo hacía. No mandaba matar, solo amedrentar. Me quedé callado un buen rato mirándolo fijamente. ¿Tuvo miedo debo confesarlo? ¡Nunca he matado a nadie!, gritó Cristiano. ¿La disquisición entonces podría girar en torno a si matar a alguien es hacerlo o también puede planearse?, me atreví a preguntarle. Vamos, Cristiano, veía cómo esbozaba una sonrisa y decía ya te he dicho... No me importó.  Tú eres más inteligente que esto, frase cliché, ja. Es que yo nos los maté, carajo, ¡¿que no entiendes?! Era la primera vez que lo veía alterado. ¿Cuántos días ya había estado sereno? Estaba gritando y pateando las paredes que de la celda. ¿Se tiraría un cabezazo contra la pared para pasar una temporada en el hospital? Un policía se acercó y me miró con sorna. Lo miré serio. ¿Ya te calmaste, Cristiano?, le pregunté. Vete, mierda, ya no hablaré contigo, huevón. ¿Y dejarte que jodan? Como quieras, Cristiano. No lo dejé terminar y le pedí al guardia que me saque. Huevón, tranquilo, pensé, vendré en una semana. Sentirás la pegada. Ese fue mi primer errror.

*

La vieja tenía ¿unas tijeras? en el estómago. ¿Abrirla de nuevo? Imposible, su diminuto cuerpecito no resistiría. ¿La iban a dejar morir entonces, mamá? ¿No se podía hacer nada? Nada, Cristian, nada. Pero está mal, ¿por qué no se queja el viejito? ¿La viejita? Palomita, le dijo a mi mamá, tú eres tan buena, tan buena, dile a mi Panchita ¿Panchita? que venga a ver a su papito ¿dónde estaba el papito? Había salido a comprar una aguja más delgada: mamá no podía ponerle inyección: la abuelita no tenía ni venas y aquella aguja del Seguro sería muy dolorosa. Anda a comprar, pues, Panchito. Doña Panchita. Por favor, Palomita, me voy a morir. Era la primera vez que oía que una persona sabía que se iba a morir. ¿Acaso mi mamá no fue la primera? No recuerdo. ¿Fue mi primer contacto con la muerte? El televisor seguía encendido y yo lo miraba fijamente fingiendo no escuchar nada. Nada.