Publicado por Zai Nightfall 


Zai, un ángel oscuro(Escritora)
En el silencio de la noche y bajo la ausencia de la luz lunar, por el bobo de Zack y secuaz, he sido invocada. ¿Motivo? No estoy segura, porque tener alas negras naciendo de tu espalda no te da el conocimiento absoluto, aunque sí la experiencia necesaria, en especial al recoger almas.
Hoy, hace un tiempo atrás vi algo inusual. Algo tan propio como impropio de la calidad humana.
¿Es el egoísmo un motor más fuerte que la misantropía?
Admitan que todos aquellos que han grabado su nombre en la historia se han ido con una sola idea en la mente (Lo sé, me lo han confesado cuando he ido a recoger lo que creen suyo, pero que no es más que un mero préstamo de los caprichosas esferas del cielo) Esa idea es su pasión, por la que queman su vida. Así lo hizo Einstein quien no quiso ser relojero y en cambio…
Asimismo, esta joven y aventurera pareja que me regalaron una sonrisa como ninguna cuando fui a verles…


Redención.
Bonnie y Clyde

¿Estás ahí?- preguntó ella.
Sí.- respondió él con su vernacular acento imposible de despegar de sus palabras.
¿Tienes miedo?
No.-pausó un momento.- estoy decepcionado.
Yo.- le interrumpió.- nunca te dije la verdad.
Él dudó un momento. -No. Es decir...a ver, señorita Bonnie, no empiece a buscar en su cabecita palabras muy complicadas.
Ella sonrió doliéndole la sonrisa un poco; una muestra de ironía de parte de Dios.
Me acuerdo de ese día.- continuó ella.- ¿te acuerdas tú?
Las imágenes danzaban en sus frentes: el día del desafío con su "Si eres un criminal ¿por qué no robas esa tienda? O el día que la primera muerte tiñó de sangre su reputación...
No elegimos donde nacemos. Eso no es para nada nuestra culpa. ¿Y en qué medida es culpa nuestra que las cosas se queden así?
Para ellos, el cambio no era un privilegio; era su necesidad más pura y honesta. Llegaron a un mundo lleno de reglas impuestas por gente que no pensaron más que en sí mismos. Era hora de imponer, de la misma manera violenta e intempestiva, las reglas de la nueva era. Las reglas de los que tenían espíritu inquebrantablemente indómito.
Ese bastardo, si me disculpa la expresión, mi señorita, va a pudrirse en el infierno, se lo aseguro.- Enfatizó.
¿Y nosotros qué?-Las firmes palabras de Bonnie hicieron eco en la fría sala donde sus cuerpos descansaban bajo la oscuridad de la ignorante medicina forense de la época.- ¿Existirá algo tan dulce como la piedad?
A veces las acciones no son respaldadas por la ética o la moral. ¿Importaba eso?
Importaba que sus acciones no quebraran sus espíritus. Después de todo, aquella moralidad era la fachada que extinguía las voces y esclavizaba las almas.
Bonnie soltó una carcajada. Clyde no comprendió. Aunque el hecho de no comprender se sentía bien al lado de Bonnie. Ella era su guía.
Bonnie Parker
La gente nos amaba más a nosotros que a sus tontas reglas.
¿Me lo dice a mí, señorita? Se robaron parte mi meñique. Una suerte haber estado muerto cuando pasó.
Todo miedo que Bonnie sintiera desapareció. No lo entendía, pero se sentía bien al lado de Clyde. Él era su protector.
Estoy lista.- por fin dijo ella. Entregándose a la lluvia de plumas negras que caían desde el cielo. Los ángeles oscuros habían venido a buscarlos.

Vengo flotando en una nube y no veo bien desde el cielo, discúlpenme. Las nubes me hablan en un idioma ajeno al que todos hablamos. Ah, ah, interferencia. Esto es un relato raro sobre Lautaro, que intenta plasmar una idea rara que surcó mi mente y que acepte a brazos abiertos. ¿Debí aceptarla? ¿Somos una tetera gigante que erra por el espacio? No lo sé. ¡Y tú tampoco deberías saberlo! 
¿Qué quién era Lautaro? Fue un joven indígena, que, indignado por el abuso español, y siendo instruído por los españoles como un yanacona aprendió de estrategia militar a una muy corta edad, ¡para luego escapar para dirigir a sus compañeros mapuche!


Leftaru, volando

“Yo soy Lautaro, que acabó con los españoles.” Sus ojos estaban fijados en la cara del español. La lanza atravesando su pecho, escapándosele en miriadas de gotas rojas. La sangre que saboreaba y emergía desde su garganta. “Yo soy Lautaro y muero bajo la lanza española.” La espada de Valdivia, valioso tesoro, se deslizaba de sus dedos que perdían fuerza. 
Pedro de Valdivia
Recordó los ojos de Valdivia y se preguntó si su mirada era similar, se preguntó sintiéndose sereno por la derrota, si era lo mismo que cualquier líder español.  Indígenas se peleaban entre ellos, aquellos eran picunches, aquellos otros mapuches, y aún había promaucaes. Entre ellos se mataban y recordó las torturas provocadas por el conquistador español para que les temieran, para evitar las insurrecciones. Lautaro recordó su cara ahora, había miedo, por supuesto, había rabia, el entrecejo fruncido, como el de él ahora. No le dijo nada, supo que se lamentó de haberlo tenido a su lado cuando era apenas un jovencito, de ojos vivaces, mientras avanzaba en sus campañas militares. ¿Quién lo habría dicho, que un indígena, un bestia, llevaría con tal destreza a sus iguales? Nadie, cuando supo que había escapado, hacía ya más de cuatro años, lo asumía muerto o un don nadie en alguna tribu. Esperaba que se muriera, porque un bestia domesticado no es ni bestia ni hombre, es un ser que no tiene a donde ir.

Se preguntó si no era lo mismo que Valdivia, un cruel líder, al revivir momentos en los que había torturado a sus aliados indígenas que no estaban de acuerdo con sus métodos. Se supo traicionero de los Mapuches porque a veces se confundía de Dios y creía que un Dios era el mismo que el otro, aunque reconocía a Antu cada vez que miraba al cielo y sabiendo que estaba siempre ahí el pillán, se sentía un mentiroso y le enrabiaba ver que había indígenas tan perdidos en su apática paz,  en su adiestramiento español, viendo cómo sus compañeros eran torturados. Y le hervía la sangre saber que uno se atreviera a dirigirle la palabra y a discutirle cuando no era más que un ignorante que no sabía nada de la guerra, de las batallas que había ganado, porque entonces reconocía la debilidad de ellos, cuando los observaba celebrar hasta la embriaguez.

Tenía frío y un ardor que parecía adormecer su cuerpo. Sus rodillas perdieron fuerza y miró a Kuyén que se perdía en la fusión del día y de la noche. Se veían las luces de algunas wangulén, estrellas como habrían dicho los españoles, y cavilando se dio cuenta de que tanto había asimilado la cultura española que ahora se llamaba a sí mismo Lautaro y esperaba recibir algún perdón por sus pecados.

“Era Leftaru. Yo Leftaru, que hoy muero, vencí a los españoles; los derroté por primera vez en Tucapel.” 

Y recordó sus rostros, tal exitosa trampa y rememoró a Marcos Veas que le enseñó a usar la espada. Y sintió de nuevo como si cayera de su mano, porque perdía fuerzas y ya no sabía lo que venía después de que uno fuera herido de muerte. Creyó ver en el futuro cómo enseñaba a sus compañeros, cómo les demostraba que el caballo era como uno más de ellos, un compañero que se une a la lucha, uno que es libre y que admite a la naturaleza como parte de  sí.
Se supo arrogante, como el propio Valdivia, cuando vio a Veas por última vez y este le insistió en que se rindiera. Admitió en su mente delirante que la idea era todavía insultante y que Veas no podía comprender un carrizo, porque era un español y no era hijo de la tierra por la que luchaba y poco sabía de los Pillán o de Ngenechén y supo que solo quería lo mejor para los suyos, porque él lo veía y sabía que en sus maneras había condescendencia y eso ahora le quemaba como una lanza.
“A los españoles, que nos veían con ese asco, con esa altivez, porque su piel es blanca y muy pálida y creen que su Dios es el Dios y no nuestro Dios, no Antu, ni Ngenechén ni Elchen ni Elmapun. Hablan de un Cristo y de un Padre que no es sino Dios y… Yo Lautaro. ¿Leftaru?” Oyó las voces de sus padres, ¡Leftaru, Leftaru!. “¿Chumngelu? ¿Por qué uno rechaza su yo perteneciente a la naturaleza, a los Ngen, en cuanto uno conoce el éxito? ¿Será mi legado el de un Pillán?”

Pequeños hilos que formaban su cuerpo se desprendían de él mientras veía como la realidad se volvía un difuso mapa. Tenía los ojos cerrados, el entrecejo fruncido, apretando los dientes. La ira no se disipaba. Se convertía en un pellú, y ahora comprendía mejor que la tierra era una con la tierra de los espíritus y veía a los Wekufe que revoloteaban como cuervos porque había tantas almas, tanta muerte en el Mapu que se llenaba de sangre  y tenía miedo, porque todo ahora era como una niebla de realidad tangible, de seres que estaban vivos y de seres que ahora luchaban para mantener alejados a los demonios. Se sintió tentado, por un momento y no supo si era Satanás o qué era pero tenía cadenas, y llevaba tras ella a varias personas que no sabía si conocía. La cara de uno se volvía algo irreconocible, entendió que cuando uno se moría no había diferencia entre los cadáveres. Leftaru o cualquier otro, para un brujo no había diferencia. Era un ánima y ya está.
Abrió los ojos, sintió su pecho contra el suelo, lleno de tierra. El claro español de un soldado diciendo.

“¡Aquí españoles que Lautaro es muerto!” Se volvía un cántico. Algunos indígenas corrían e injuriaban a los españoles, pero eso solo los hacía víctimas y más de ellos se volvían almas intentando llegar a Ngill chenmaywe. Había otra batalla en esa batalla, la batalla por no ser corrompidos por los wekufe.

Lautaro miró bien fijo a los ojos(¿acaso tenía ojos?) a uno de los demonios y este tembló y sintió que las ánimas de la naturaleza lo apoyaban de una forma u otra. Leftaru  vio a las Trempulcahue y quiso dirigir su última batalla hacia él Ngill chenmaywe, dejar detrás a los Wekufe. Trascender.

Lautaro
“Yo Leftaru, muerto bajo los conquistadores españoles, he dejado una huella en los Mapuche, acaso un camino a seguir, un último intento para recuperar nuestras tierras.”