Novela post mordem reanimada escrita en soledad...
Ahí voy, otra vez, con algo de novedad "enyucada". Es así, alguna vez tuve una idea, quise participar en un concurso de cuentos, pero me ganó el tiempo... y no logré presentar mi idea a tiempo (soy lento a la hora de digitar mis textos, siempre hay algo que me distrae). Ahora, me gustó la forma de todo esta "cosa" y decidí compartirla, y como sigo siendo lento demoré más de lo debido en digitar, es por eso que está aquí, debajó del título que estoy por escribir. Sentí que era una obligación porque este muchacho mío quiere ver la luz ya, ¡ya!, ¡YA!
Pd: Disfrútenlo y si no lo hacen "háganse follar por un pesca'o"


Carne
Todo fue fugaz
(primer pilóto)


Una buena fotografía depende de la visión del fotógrafo...
Ciudad de Buena esperanza, 15 de julio de un año que prefiero olvidar. Día 65 luego del brote, enfermedad, infección, epidemia o ,como algunos medios empezaron a denominar este fenómeno, fin del mundo.

Fue cuestión de unas cuantas horas para que el caos se apoderara de los tranquilos corazones de la ciudad. Los servicios de telecomunicaciones colapsaron, las líneas telefónicas se saturaron, las autopistas repletas no dejaban que se produzca una fluida evacuación, los gobiernos no tenían control y reinó un holocausto que nadie pudo prever (detener).
No volví a oír la voz de mis padres. Al menos sé que están bien, al menos eso quiero pensar. ¡En fin! No sé cómo estén las cosas fuera de la capital - es difícil tener información sin salir de mi actual refugio, sin ver personas vivas, sin ver televisión, radio y otros. De todas maneras dudo de lo eficiente de sus informaciones - pero, me conforta saber que están lejos del foco infeccioso o, ésta, su sucursal o colonia - como dirían algunos extremistas de la época-. Hoy vivimos un infierno ajeno, pues nunca tuvimos culpa, que se inició la noche que llegó aquí.

«Muy bien, chicos – dijo el profesor De Soto en el que vendría a ser el día 1 –, ¿Cuáles son las noticias más importantes del día de hoy? No pueden decirme que no tiene ninguna, que no están al tanto de los sucesos que determinan la historia de nuestra nación, ya que eso sería imperdonable en futuros periodistas como ustedes. Ustedes tienen que estar detrás de las noticias ¡Por Dios!» Luego en el salón perduró un sepulcral silencio hasta que Ricardo levantó la mano para pedir la palabra, el supuesto permiso para poder hablar. (¡Vaya porquería!)

«A ver usted, Ricardo ¿Qué nos puede decir?» «Gracias, profesor. Esta tarde, la policía nacional ha capturado al más importante narcotraficante del país mientras carga siete toneladas de pasta básica de cocaína en un barco para su posterior envío a … – dijo el nombre de una ciudad que ahora no recuerdo, digamos … – “Un lugar lejos de aquí”.» Sonrío al imaginar eso. «Junto al cargamento de cocaína también se incautó una gran cantidad de armas de fuego, las cuales fueron llevadas a la central policial para su próxima incineración. El comandante a cargo …»

¡¡¡¡ZZZZZZZZIIIIIIIIIIIHHHHHHHHHHHHHHUUUUUHHHHMMMMM!!!!

Otra vez las turbinas de un avión próximo interrumpen el desarrollo de las clases. Siempre pensé que era una maldición que la universidad quede tan cerca del aeropuerto de la ciudad (hoy más que nunca me doy la razón). El ensordecedor silbido, soportable sólo por costumbre se hizo estruendo, explosivo, fugaz…

¡¡¡¡BBBBBOOOOOOOOOOMMMM!!!! ¡¡¡SSLLLLAAATTTTTTT!!! ¡¡¡¡CRRRAASSSSHHHH!!!!
Se oyó a lo lejos.

«¡¿Qué sucedió?!», exclamó el profesor De Soto. Todo mundo quedó atónito, silenciado. Todos se veían buscando respuesta, al no encontrar alguna las miradas de dirigieron al profesor, supuestamente él la tendría (¡Vaya estupidez!).

“La clase se suspenderá”, pensé. Cogí mis cosas, me puse los audífonos de mi reproductor mp3 y le di "Play". Nunca fui de impresionarme ni preocuparme por cosas que no eran de mi interés. En ese momento solo quise alejarme de De Soto, ya había soportado su palabreo por un buen rato.
«Profesor, Santiago está sintonizando Radio Noticia Nacional para saber qué es lo que está pasando», dijo Ricardo. «Muy bien, alumno. Gran iniciativa de su compañero Santiago» En ese momento no me quedó de otra y tuve que hacerla de vocero noticioso “gracias” a Ricardo.

«Ehhhmm… Noticia de último minuto: Al parecer, el avión procedente de Los ángeles y con destino a Buenos Aires se estrelló en el Aeropuerto General mientras realizaba una escala de emergencia. Las unidades médicas, bomberos y policía están en camino al lugar del desastre. Por lo pronto no se conoce el número exacto de muertos y heridos, pero por la magnitud del impacto se estima que se trate de la mayoría de los tripulantes. Mayor información a las once... Ehhhmm... En síntesis eso es lo que se sabe.»
«Muy bien – dijo De Soto tras mi narración forzada –. Eso es lo que me gusta: personas al tanto de la noticia con sentido de la inmediatez e interés general. Tengan en cuenta que éste es el curso de Cultura de Actualidad, es por eso que deben estar al tanto de lo último, en una constante actualización. ¿O me van a decir que eso no es importante? ¿Ah? ¿Ah? ¿Ah?”»

En ese entonces, como ahora, me sentía asqueado de aquel fanatismo insulso. No soy hipócrita como para darle la razón al profesor en cada cosa que diga, cosa en la que no crea.

«El único trabajo que les dejaré es el siguiente: Recaben toda la información que puedan sobre el accidente de esta noche; para ello pueden utilizar todo tipo de medio, televisión, radio o internet. Aunque lo mejor sería ir a la mismísima fuente, el lugar de los hechos. Ustedes son prácticamente periodistas por el simple hecho de escribir, juzgar, investigar y dar a conocer sus puntos de vista sin temor a nada», dijo De Soto.

Al oír esta arenga todo mundo empezó a organizarse para ir en grupos al aeropuerto. Por mi parte siempre discrepé con el profesor; para mí, los motivos periodísticos que dio el profesor son erróneos.

«Santiago, voy al aeropuerto con Lucía y Javier, ¿vas?», dijo Ricardo. «No, no me interesa darle el gusto al profesor – dije y el quedó en silencio. Pienso que fui muy rudo con él –; además tengo pensado dejar el curso», concluí. «Entonces… ¿podrías llevarte mi motocicleta? Me estorbará a la hora de buscar información en el aeropuerto. A parte, iremos en el auto de Javier.» «La dejaré en tu casa. Está tu abuela ahí, ¿no?»

Asintió con la cabeza y nos despedimos. Esa fue la última vez que cruce palabras con él, pero no la última que lo vi.

Estoy perdido. Por aquí no hay nada que me brinde la confianza suficiente como para moverme. Tal vez debería pedir ayuda, pero dudo de mover los labios. ¿Los muevo? Seguro pensarás que estoy loco. Sí, seguramente. Y seguro que te preguntarás "¿y cómo demonios escribes?, ¡inútil!". No te culpo. Seguro no sabes que la tecnología más moderna permite escribir mentalmente una entrada en Blogger. Pero, ¿qué sabes tú? Es más que claro que ahora mismo deliro, para ti. No te culpo. Sin embargo, he recordado que yo, aquí, en este lugar desconocido, aún tengo un referente de confianza. Sí, y no estoy loco. He descubierto, aunque parezca extraño, que estoy aquí. Así pues, me moveré... Y ésta es mi primera movida...

.+.+.+.+.+.+. Ariana. Capítulo décimo sexto.+.+.+.+.+.+.


Era complicado entender a qué se refería con ese “no llores”.  “No lloro. Quien llora eres tú. Vamos, dinos qué te pasa”, le había dicho el hombre de smoking, pero obtenía la misma respuesta. Él no lloraba, al menos no en ese momento. Estuvo a punto de hacerlo hace un rato, cuando supo que no estaba solo; sin embargo, no fue entonces que el tren se detuvo. Él no lloraba, de eso estaba seguro. Tal vez se refería al viejo, si no a la jovencita. Pero no.
— Ninguno aquí anda lloriqueando —dijo el conductor mirando bien a Ariana—. ¿Qué tal si se refiere a otro? De todas formas, no es buena idea ir revisando a todo el mundo —refunfuñó.
~No llores… No llores… No llores…~
Y el único llanto audible era el de la locomotora. Ya ninguno pensaba en una forma de reparar el tren, ni mucho menos en calmar al tren con palabras de aliento. Empezaban a creer que se comunicaba con un código distinto al cotidiano. Eso los mantuvo callados, y eso mismo calló también los silbidos.
— Tal vez no se refiera a que alguien llora, sino a que alguien está triste —dijo Ariana, provocando un gesto de consternación en sus compañeros.
— Maldita máquina… —volvió a irritarse el anciano—. Yo me voy a dormir. Un viejo como yo ya no está para estas cosas… ¡Habrase visto!, una máquina rebelándose contra un viejo… Seguro es un sueño. Seguro. No puede ser cierta tremenda estupidez — y subió a la locomotora, abrió la puerta que daba al otro ambiente y la cerró sin la más mínima intención de salir hasta el día siguiente.
—Probablemente le fastidia tener que pensar —dijo el hombre del smoking intentando hacer menos tensa la situación. Ariana no sonrió, como supuso. El sentimiento de inutilidad empezaba a invadirlo nuevamente, así que prefirió no verla por un momento, esperando calmar su angustia.
>> Su posición con respecto al asiento trasero era bastante incómoda; cayó apoyada al respaldar con el cuello doblado a noventa grados y las piernas colgadas. Por suerte, no sentía nada de eso, así que no tenía problemas. Además, a pesar de tener las piernas en su campo visual, podía ver algunas de las actitudes de aquella madre y su caprichosa hija. “Tal vez, si me hubiera ido con él… no habría pasado nada de esto”, se le ocurrió a Ariana en el transcurso del viaje.
>>Pero era imposible tanto ahora como entonces, aquella noche en que su amor quedó disociado por la inminencia de un viaje. Nada podía hacer ahora. Por un momento tuvo ganas de llorar, pero no pudo. Apenas sintió nostalgia. Sin embargo, su memoria aún guardaba sensaciones. Es así que su nostalgia era profunda, indescriptible.
— Alguien debe estar triste desde esta mañana… —musitó Ariana.
— Muchos… La gente se emociona, despide y llora en las estaciones de tren, es lo más común —dijo el hombre del smoking—. Sentirse triste por una partida… —suspiró.
— Pero su tristeza debe ser muy profunda, señor… Quizá sea eso…
— ¿La mía? —contestó extrañado—. No es nada, preferí despedirme el día anterior —Ariana quiso decirle que había entendido mal, no obstante, prefirió callar al ver el estado de nostalgia del hombre. “¿Realmente lloraba por lo que pasó con la locomotora esta mañana?”, se preguntaba. Ella creía que existía otra razón… que había buscado inconscientemente una oportunidad para llorar. Pero esas ideas eran fugaces, no le duraban mucho porque no tenía forma de sustentarlas. El silencio reinó una vez más.
— ¡Hija! — escuchó de pronto. Era el padre de Ariana. Había despertado debido a los silbidos y, al no hallarla cerca, su preocupación aumentó al punto de desesperarlo. Se le acercó bruscamente y le dio un fuerte abrazo.
Ella no sabía qué decir. “Papá…” murmuró simplemente. Él le explicó su preocupación y cuestionó su salida. Luego llevó la mirada al hombre de smoking. “¿Quién es usted?” le dijo desafiante. No obtuvo respuesta. Éste solo lo observó fijamente y apartó la vista al horizonte.
— No importa, hija. Vámonos, ya es tarde. Mañana el tren partirá —dijo con seguridad. Ariana no pudo hacer nada, no podía levantar sospechas. Sabía que sería peor.
Así, lo dejaron solo. Encendió un cigarrillo y se sentó apoyado en la locomotora. “No llores”, volvió a escuchar. Sonrió.
— La llamaré cuando haya llegado.
Y, a pesar del frío de la noche, permaneció allí hasta el día siguiente.

.+.+.+.+.+.+.+.+.+.+.+.+.
Espero que les haya agradado. Trataré de hacer algo mejor para los próximos capítulos. Gracias por leer. Au revoir!

Bueno después de un buen tiempo de no pasar por aquí, regreso con un relato que nació de una idea sencilla que invadió mi mente. Sencillamente no la deje perderse entre la cotideanidad: decidí trabajarla.Bueno sin más que decir, allí va.

Oscar

Esa tarde el anciano pateó, como otras tantas veces, a su pobre perro, que aulló de dolor provocando que su dueño soltara una sonora carcajada. A través de una ventana, Pedro, un joven de catorce años, observaba el triste espectáculo que se repetía, invariable e irremediablemente, cada vez que el anciano pasaba por su casa.
—No entiendo como una persona puede ser tan cruel— le dijo Pedro a su madre, mientras observaba como el anciano jaloneaba y pateaba a Oscar por detenerse a olisquear un árbol.
—Es la vejez que nos vuelve fríos y amargados— respondió ella secamente—. Sabes que nunca me han gustado los animales —añadió.
— Lo sé— respondió Pedro totalmente decepcionado.
Esperaba otra respuesta, pues producto de muchas reflexiones— pocos usuales para alguien de su edad— Pedro había concluido que la crueldad era la mayor forma de estupidez en el hombre. “La crueldad es el mayor indicio de que el hombre no es netamente racional y que aún conserva rezagos de su salvajismo: el hombre es instinto contenido por la razón”, aseveraba en soledad.
Pedro siempre fue un chico solitario y la amistad que nunca encontró en los otros niños la encontró en los perros callejeros que alimentaba todas las tardes. Siempre a escondidas de su madre, ya que sabía que ella nunca le hubiera permitido tener una mascota en casa por más promesas que este hiciera de ser totalmente responsable por el animal. Su madre siempre se negaba aludiendo a las múltiples ocasiones en que Pedro había roto muchas de sus cosas. “Si no cuidas tus cosas, mucho menos cuidarás a un animal”, siempre le repetía. Pedro aceptaba la imposición de su madre entre lágrimas: “Cómo puede comparar la vida de un animal con una cosa”.
Si alguien sabía de la relación de amistad que se podía dar entre un animal y una persona era él; una pareja de perros que vivían en la esquina de una farmacia eran sus favoritos entre los otros perros. Una de las tantas cadenas de farmacias se convirtió en su “lugar”. No se sabe de dónde vinieron o si tenían dueño. Uno siguió al otro, el macho fue el primero en encontrar un amigo en el guachimán que cuidaba la farmacia todas las noches. Pese a ser un perro de considerable tamaño era totalmente inofensivo: no ladraba ni gruñía a ninguno de los concurrentes a la farmacia, mucho menos peleaba con los otros canes. Su compañera vendría dos meses después y se quedaría con él, convirtiéndose los dos en los guardianes de la farmacia. Pedro les quería mucho y se mostraba sumamente alegre por la buena suerte que habían tenido aquellos perros. Siempre jugaba con ellos cada vez que su madre le encargaba comprar algo, más de una vez los perros le siguieron hasta su casa obligándole a regresar a la farmacia para que se quedaran allí.
Este fue uno de los principales motivos por los cuales Pedro nunca entendió, ni mucho menos aceptó, la crueldad del anciano hacia lo que él tanto anhelaba y siempre le fue negado. Este pensamiento siempre iba acompañado de un sentimiento de culpa por la suerte actual del perro; había sido testigo del día en que un hueso de pollo se convirtió en el anzuelo con lo que el anciano se ganaría la eterna gratitud del desafortunado perro callejero que a partir de ese momento se llamaría Oscar. El perro vino como los otros perros callejeros pero tuvo la mala suerte de tropezarse con el anciano.
Siempre intentó hacer algo para salvar a Oscar de la conducta irracional del anciano. Más de una vez le ofreció al anciano quedarse con Oscar si este le resultaba tanta molestia; pero solo lograba enojar al anciano: “¡Ladrón!, ¡es mío… es mi perro, yo hago lo que quiero con él, no te lo llevarás!”, respondía, con las venas marcadas en la garganta y casi ahogándose con su propia saliva. Pedro solo se limitaba a irse irritado. “Vaya viejo de mierda”, masculló una vez que le dio la espalda.
En variadas ocasiones trató de llevarse, ante el menor descuido del anciano, a Oscar a su casa; pero siempre que lo conseguía el perro regresaba con su dueño.
Su mayor y último acto de protesta lo realizaría mientras regresaba del colegio luego de haber estado jugando un partido con algunos compañeros de escuela. En un momento de ira, pateó su pelota contra la ventana del anciano; los ladridos de Oscar y los gritos encolerizados del anciano llenaron la casa.
— ¡Cómo no te amargas más de la cuenta y te mueres de un infarto! — gritó Pedro. Un pensamiento en voz alta que nunca debió salir de sus labios; el anciano identificó su voz, lo cual le valió una requintada por parte de su madre y un castigo de dos semanas en que se le prohibía salir a la calle. El hecho de salir en sí no le incomodaba en lo más mínimo, lo único que le molestaba era que no iba a poder jugar con la pareja de perros de la farmacia.
Horas más tarde, Pedro se despertaría en medio de la noche totalmente mojado en sudor frío: había tenido una pesadilla en la cual escuchaba a Oscar gimotear de dolor. Por unos minutos se quedó en la habitación atento al menor ruido que se produjese, pero terminó quedándose dormido de nuevo, preso del silencio. A la mañana siguiente descubriría para su desgracia, que Oscar tenía una pata lastimada, lo que le obligaba a cojear. Preguntando a los vecinos, estos le respondieron que el anciano les había dicho que un carro era el responsable de la cojera de su perro.
Era una mentira y Pedro lo sabía, sabía que el anciano era el responsable de la cojera del perro. El solo imaginar el rostro impasible del anciano mientras retorcía la pata de Oscar, la imagen del can temblando de dolor, totalmente indefenso, le causaba un horror indescriptible que le obligaba a pensar en otra cosa. No se sintió culpable de haber causado la ira del anciano, por el contrario experimentó un odio casi demoniaco hacia él, a quien empezaría a referirse de a partir de entonces como “viejo decrépito”, pues para Oscar la decrepitud no era solo cuestión de edad, sino decadencia en todo sentido.
El encierro en su casa solo logró que la pena que sentía por el pobre animal fuera reemplazada por un profundo e indomable odio hacia el causante de las penurias de Oscar. Las fantasías de castigar al anciano por su crueldad invadían cada vez con más intensidad y vivacidad la mente del muchacho. Las fantasías prontamente derivaron en planes para llevar a cabo la venganza, el rescate del can. “Me llevaré a Oscar conmigo pero no sin antes darle a ese viejo decrépito lo que se merece”, se repetía una y otra vez de forma compulsiva en la soledad de su habitación.
Las dos semanas pasarían fugazmente y una vez que se encontró libre de su castigo, Pedro se pasó los días subsiguientes observando, cada vez que podía, el recorrido diario del viejo, esperando encontrar el momento y el lugar exacto para llevar a cabo, en sus palabras, “su justa empresa”.
Con el tiempo logró determinar que el anciano iba todos los domingos a las tres de la tarde a ver al equipo local de futbol jugar un partidito. Era a las 5 de la tarde cuando el parque solo tenía como compañía al anciano y a Oscar. Pedro se limitaba a ser un observador, siempre con la intención latente de llevar a cabo “el plan”; sin embargo, faltaba algo que lo llevara a la acción: un detonante.
El día llegaría un caluroso domingo lleno de dolor, ira y tristeza. El parque se hallaba solitario, solo se encontraba acompañado por el anciano, que reposaba bajo la sombra de un árbol, y Oscar, que se movía de un lugar a otro jugueteando con una mariposa que volaba bajo; Pedro sonriente se complacía observándolo. Fue un momento de calma, demasiado perfecto para seguir existiendo. Una muestra de cariño de parte de Oscar le hizo hervir la sangre al anciano: Oscar se acercó a lamerle la cara mientras éste dormitaba. Enfurecido, el anciano se levantó y le pisó la pata herida. Este acto constituyó el detonante que desfiguraría la sonrisa de Pedro en una mueca de odio, casi demoníaca. A partir de ese momento, todo el odio que se había estado acumulando en él se apoderó de cada uno de sus actos.
Como un demonio, arremetió contra el anciano tirándolo al suelo y, no contento con eso, empezó a patear al anciano sin medir ninguno de sus golpes. Los aullidos de dolor del anciano solo parecían acrecentar su ira. Estaba totalmente fuera de control, cegado por la ira, no podía advertir que Oscar mordía la basta de su pantalón intentando detenerlo. Golpeó al anciano una y otra vez hasta quedar sin aliento.
— ¡Te lo mereces, viejo de mierda! — gritó el muchacho totalmente agitado—. Ahora sabes lo que se siente, espero… ¡que lo disfrutes!
El anciano solo se revolvía de dolor, sangrando por la boca, mientras hacía grandes esfuerzos por tomar bocados de aire.
—Tranquilo muchacho, te llevaré conmigo, estarás bien— dijo Pedro — por fin lo había hecho—, sonriendo mientras se arrodillaba y estiraba su mano para cargar a Oscar, que se encontraba gruñendo. En sus brazos, el perro, totalmente asustado, respondió oprimiéndole con fuerza la mano entre sus fauces.
Pedro, totalmente atónito por la actitud del animal, se quedó observando como Oscar, en cambio, lamía al anciano que se encontraba gravemente herido. Solo allí fue consciente de lo que había hecho. Se abrazó con fuerza así mismo y, sin decir palabra alguna, se dirigió a su casa mientras el sol se ocultaba. Lágrimas resbalaron de sus mejillas y solo un pensamiento invadió su mente: “Qué noble eres, Oscar, y que animal es el ser humano”.
En este momento las cosas caen como inmensas rocas por una pendiente. Miro a un lado y al otro como muy probablemente harían nuestros tan queridos amigos de la Warner Bros en un acto de supervivencia heroico, y esto último porque los demás reirán cuando la mole me aplaste. Sí, un mártir de la risa es en lo que estoy a punto de convertirme. Pero, como tal vez podrán suponer, no es porque yo lo quiera, pues es la gravedad la que arrastra esas inmensas rocas hacia mí. "¡Ay de mí!", gritaré. Y no habrá nadie que pueda ayudarme. Los miraré a ustedes con un gesto entre decepción y melancolía y todo terminará. Ya no más actos de Warner por Zack Zala. Ya no más. Entonces comprenderán lo mucho que han sufrido nuestros queridos amigos warnesbrosianos (porque son del universo WB). Entonces comprenderán el valor de su sacrificio... Pero eso no es tema de esta entrada. No lo es. Si las rocas caen, las esquivaré al estilo de Neo en Matrix, así que despreocúpense —o preocúpense...
El tema real es Ariana, nuestra tan querida Ariana. Ella ha pasado por mucho, pero yo creo que se ha divertido a pesar de lo extraño de las situaciones en las que suele estar. Así es. ¿Que cuál Ariana? Eso es cosa de ustedes [ =) ].

.+.+.+.+.+.+. Ariana. Capítulo décimo quinto.+.+.+.+.+.+.


Los tres testigos de la voz oculta en el silbido de la locomotora estaban ahí, mirándose con desconfianza los unos a los otros, guardando un silencio propio del nerviosismo, del asombro. El viejo se sentía intimidado, el hombre de smoking, indignado, y Ariana más bien confundida. Era obvio quién sería el primero en intervenir.
— No le perdonaré ésta, viejo, pero necesitamos hacer andar esta cosa —dijo.
— Ya deja eso —le contestó refunfuñando—. ¿Entonces ustedes creen saber cómo hacer que se mueva? —el hombre de smoking calló.
— No sabemos… —musitó Ariana—, pero podríamos encontrar una forma juntos.
— ¡Patrañas! —exclamó el conductor— Yo sé de esto y no he podido. ¿Qué podrían hacer ustedes?
— Nada, si no nos deja —dijo de inmediato el hombre de smoking.
La expresión algo agria del anciano pasó a denotar resignación, cosa que sus acompañantes interpretaron como un permiso, como una oportunidad amistosa para trabajar juntos. Lo único en lo que habían fallado era en lo amistoso. El viejo les había permitido revisar o intentar mover el tren, pero siempre estaba ahí para decirles qué no hacer. “No toquen eso”, “no intentaré encender la locomotora” “No se metan a la cabina”. Molesto o no, tenía en parte razón. Él y su ayudante habían intentado por muchas horas hacer andar el tren mediante una revisión técnica y no habían tenido éxito. Ariana y el hombre de smoking nada sabían de trenes, así que no tenían mucho que hacer al respecto. Sin embargo, aún quedaba una opción: intentar conversar con la máquina. A lo que, por presión, fue obligado primero el conductor.
— ¡Hey!, queremos conversar contigo. Ya nos hemos cansado de esperar tanto por tus caprichos. Empieza a ser útil y di algo —entonces empezó el silbido. Un silbido tan intenso como los anteriores, a causa del cual muchos de los pasajeros despertaron.
Para su suerte, ese sonido se había vuelto algo común, y no era algo que esperarían como señal de que el tren volvería a estar en movimiento. Esperaban más el anuncio de alguno de los aventureros o precisamente el movimiento del tren. Sin eso, no había razones para salir a ver lo que sucedía. Al menos no para la gran mayoría.
— ¡Deja de llorar, pedazo de chatarra! —sacó una llave inglesa de uno de sus bolsillos y golpeó a la máquina.
Ariana no sabía qué decir. El anciano estaba siendo demasiado agresivo con la locomotora. “La violencia no puede ser nunca una solución” pensó.
— Déjenos a nosotros —interrumpió el hombre de smoking, haciendo a un lado al anciano conductor—. Jovencita, haga algo.
Esas palabras eran bastante extrañas para venir de un hombre de negocios como él. Tal parecía que había cambiado un poco, a menos que lo hubiera dicho porque no quería hacer el ridículo nuevamente. Esta situación hizo que Ariana se sintiese muy involucrada. Llegó a pensar por un momento que toda la responsabilidad estaba cayendo sobre ella, pero sabía que tenía que hacer algo, y ése era el momento adecuado para hacerlo. No podía dudar demasiado, pero lo hizo. No sabía qué decir. Las palabras se le habían borrado de la mente en el instante que escuchó las del hombre de smoking. Éste, al notar el grado de tensión, extrajo un cigarro del bolsillo de su saco.
— No estará mal volver a intentar —murmuró mientras lo sostenía entre los labios, sacó el encendedor del bolsillo derecho de su pantalón y, con una luz elegante, comenzó a fumar—. Yo me haré cargo—dijo dirigiéndose a Ariana.
Caminó hasta aproximadamente el mismo lugar desde el cual se dirigió por primera vez a la máquina. Revisó su reloj de bolsillo. Resopló. Respiró como para darse valor y comenzó su discurso.
— ¡Hey!, queremos conversar contigo —se oyó nuevamente el silbido—. Si sigues llorando no podremos conversar —suspiró—. Esto me parece una locura, pero creo que te debo unas disculpas por la forma en que te hablé por la mañana. No te lo tomes muy en serio —recuperó un poco su ego—. Tenemos problemas serios por estar varados tanto tiempo en este lugar —Ariana lo empezaba a mirar desafiante, como si pensara que estaba a punto de cometer un error. El hombre de smoking lo advirtió de inmediato—. Y, bueno… Yo… El problema es que somos los únicos que podemos escucharte realmente, y yo ya he hecho el ridículo por eso. No quiero que vuelva a pasar… Por eso creo que es una buena opción que conversemos. Aquí, los tres nos volveremos locos si seguimos escuchando cosas que los demás no oyen—su gesto se hizo un poco más serio—. No podremos soportarlo, la verdad… Por eso estamos aquí. ¿Nos dirás qué es lo que te pasa?
El hombre de smoking esperó sin éxito. El silencio era claro. Tal vez esa era la forma de protestar de la locomotora. Cogió el cigarrillo sin terminar, lo tiró al suelo y lo pisoteó, resignado. “De nada sirvió hacer el ridículo…” dijo algo melancólico. En ese momento, se escuchó un silbido. Era nuevamente un llanto, pero había algo distinto esta vez. Ahora decía algo más: “no llores”.

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¿Les pareció interesante? Espero que sí. Si no, igualmente seguiré intentando que lo sea. Gracias por leer. ¡Au revoir!