Continúo la ficción de Manuel en «La República de Papel»

Huacas


Todo estaba oscuro y no reconocía su estudio. Recordó que nunca había llegado a conseguir una asistente no por falta de ellas sino porque a todas las veía torpes. Había tenido varias y todas habían sido igual de  ineficientes: más que un ayuda una carga, un estorbo. «Como tú, pues». ¿Quién? Era el mismísimo Cuniraya Huiracocha. Lo recordó de aquel manuscrito que encontró Marquito en una biblioteca de algún país de Europa. ¿Alemania, Austria, Inglaterra? Pero de ningún modo Francia. Los franceses habían perdido ese gusto por la cultura, por lo antiguo. ¿Cómo supo que era Cuniraya si nunca lo había visto? Sospechó la catástrofe en la que estaba inmerso pero no se amilanó. «Así que soy un estorbo… bien, oh dios de los runakuna» Vio entonces que el rictus del dios de todos los hombres había cambiado ¿y si me propongo traducirlo? Era imposible, una tarea colosal que no estaba seguro de emprender. «Ya estoy viejo» le dijo al dios y este ni lo miró. «Los dioses como tú no envejecen nunca. Enséñame vernáculo». Cuniraya Huiracocha le dijo el nombre real del lenguaje que hablaban los dioses. Recordarlo, pronunciarlo si quiera, era imposible. Las dimensiones que los separaban eran inconmensurables. Los hanan y los hurin, el espacio y el tiempo, la vida y la muerte. No entendía nada. «Tan solo tendrás cincos días para traducirlo.» No podía quejarse ni darse el lujo de despertar. «Yo te ayudaré, estorbo.» Cuesta arriba vio unos zorros. Hablaban. Todo era fabuloso porque hasta las aves hablaban con el dios. El lenguaje era inentendible, ininteligible, para él. Todos estaban hablando. Todos. Menos él. Decidió seguir al dios que era imponente realmente. Tenía una suerte de báculos ¿ceñidos al cuerpo?, ¿eran sus manos? Era moreno y estaba vestido todo de maíz y con unas gracias de oro en la cabeza. ¿Gracias?, pero ¿qué?, como una suerte de mitra papal. Huaca, oyó decir y recordó instantáneamente un manuscrito que estaba en una biblioteca real de… ¿Dinamarca, Austria, Alemania otra vez? ¿Nueva Corona española y el peor gobierno? Bromeaba: no recordaba el nombre. Cómo hacerlo, además. El nombre era algo así, claro. Vio cómo un zorro seguía al dios y otro regresaba por su camino. Un zorro de arriba y otro de abajo y donde estos conversan podría ser interesante, el frondoso río de piedras al fondo, mayu ¿en qué fase estaba? El dios había desaparecido y reconoció su estudio. El Sol le daba en plena cara. No había desaparecido entonces.
Inicio «La República» con una pequeña ficción sobre un periodista renombrado del Ochocientos. Jurisperito, médico y polígrafo, Manuel era la Lima de entonces. ¿De quién crees que se trate?

Manuel

Prima Facie


Si el Anábasis de Flavio es un clásico el Juicio de Trigamia es ya un reclásico de las letras limeñas. No esperó respuesta. Mis palabras se las lleva el humo del tobacco, tə-bӕ-kəu, inútil, inútil estancia inglesa. Un cuento ridículo. Miró el culo de Cecilia inútilmente. Se ha escrito tanto de Lima, del Perú, ¿no cara?, pero nada de tu culo, querida mía, querida Cecilia. ¿Me miró con cara de querer corregirme y decirme, no sin razón, Ud., maestro, ha escrito todo de Lima, del Perú?, pero no le salían las palabras, nunca le salía nada, nada, ay. ¿Algún tratado improvisado bajo el poder ridículo de la prensa? ¿Una culocracia necesaria para determinar el mejor ojete de la ciudad? Cosas de borrachos, Marcos. Si EL roi de France decía que el-es-ta-do-soj-yo. Yo… ¿YO soy la prensa? Manuel soltó el habano al suelo. Cecilia, ¡oh cara!, sírvete una copa, te invito un trago. Vamos, pues, de todas las ficciones esta es la más lasciva, mulata, trae, pues. Un último «hic» se escuchó en el cuarto vacío. Manuel se había quedado profundamente dormido.
Las musas piden que vuelva a contar historias que todos conocemos, historias distorsionadas por hombres antiguos que no comprendieron los mensajes de los dioses. Hoy hablaré de Ícaro y Apolo y de cómo la hija del arquitecto del Laberinto de Creta, porque Ícaro era mujer, fue amada y olvidada por el dios solar.
               

Recién abandonados los laberintos mentales que creó su padre al servicio de Minos, laberintos neurolingüísticos tras laberintos emocionales, Ícaro vio pasar a su amado. Aurora, la de rosados dedos, se lo había advertido: Apolo pasa por este mismo cielo, cuatro hermosos corceles tiran de su carro. Si continuas volando en esa dirección se encontrarán al mediodía.  E Ícaro avanzó dejando atrás al que culpaba de la separación con su amado. Su padre había sido condenado al mismo castigo que una bestia antropófaga para la que diseñó sus tres últimos laberintos, sería su guardián.
                Y, aunque Helios le propuso a su amada huir juntos ella se rehusó:
—Es tiempo de que vuelva al Olimpo con los míos, esta apariencia humana es temporal, es hora de que asciendas conmigo como corresponde.
                —No puedo, mi padre ha sido condenado, y he de seguir su destino. No puedo ser una diosa mientras él sufre el mismo castigo que el Minotauro. Debo ayudarle, estar con él, apoyarlo. Es mi padre.
                Gritó su nombre, pero Apolo no volvió atrás. Solo pudo ver la espalda de su amado que se alejaba velozmente. Ella tenía alas, bien podía aprovechar una corriente de aire e ir tras él y alcanzarlo, ahora podía acompañarlo en el carro a dónde quisiera. Lucía distinto, pero sin duda era él. Su padre le había advertido que si un dios le daba la espalda no habría nada que hacer, pero era diferente. Él era diferente, podría darle nuevas oportunidades, finalmente ella había abandonado a su padre. Habían escapado juntos, pero llegado el momento se había marchado por su cuenta para encontrarse con él.
                Se acercó lo suficiente para creer que gritando obtendría una respuesta, la cera con la que su padre había unido las plumas de sus alas se derretía, temía caer sobre el mar antes de ser escuchada. Gritó más fuerte, se le ocurrió que abrazándolo, que si llegaba a besar su espalda él recordaría, la llevaría en sus brazos a todas partes y serían felices en el Olimpo.
                Voló y gritó, pero él no escuchaba. Sus alas, cada vez más ligeras, no podían competir con los veloces corceles de fuego y él se iba alejando y alejando. No pudo oírla caer al mar y ella sintió que  de algún modo extraño él había presentido su muerte cuando se separaron. Que apenas ascendió la había visto morir, antes incluso de escapar del laberinto, mientras recorría pasajes una y otra vez y él era coronado con laureles.  Él con sus divinos dones de oráculo había profetizado su muerte y hace mucho la había olvidado.
Han pasado poco menos de 5 años desde que Errror de Imprenta vio la luz. Todo empezó a partir de una conversación entorno a la escritura, el desorden y la libertad. Pero la libertad a la que nos referíamos en ese entonces Joseph Curwen, Anónimo Conocido y yo, tenía algo de juego. Ese ludismo es algo que hemos intentado mantener todo este tiempo, pero poco a poco nos dimos cuenta de que pese a la amplitud temática de la Historia, no era esto lo que realmente queríamos hacer. Nos sentíamos enmarcados.

Este año, nuestra misión es reconectar con la esencia que hizo surgir este proyecto, ese ludismo que lo mantiene vivo ya por casi un lustro. En ese sentido, las publicaciones en este blog cambiarán. Ya no será la Historia el centro de nuestra atención, sino la ficción misma. Una ficción lúdica.

Verán por aquí, entonces, más historias nuevas, fantásticas, realistas, absurdas. De todo. Nosotros estamos muy entusiasmados por este cambio y esperamos que el nuevo contenido les agrade.

Saludos