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miércoles, 30 de noviembre de 2016

La estulticia

Un relato corto... poema en prosa... o algo. Qué importa lo que sea... ¿o importa lo que sea? Tal vez te esté engañando para que no creas que importa pero importa. Todo para que ignores el elefante rosa que está en tu cuarto, a punto de matarte. (risa malévola)

La estulticia


Una mirada al cielo o una mirada desde el cielo, blanquecino, brillante, que lo abarca todo y que te oprime. El peso inexistente de su atmósfera, el jalón gravitacional que impide el vuelo y te limita a la tierra.  Observar al cielo era en cierto sentido aceptar a la nada y caer, como una gota de lluvia, a la tierra. Atravesarlo todo y chocar…

El silencio es reconfortante, pero escucho su voz…

Y mis ojos, cerrados, empiezan a captar el olor a lluvia, no la lluvia que nos azota… una fragancia que no terminaba de inundar al olfato. El sol, ególatra estrella, osada, no se escondía tras las nubes de la lluvia, acariciaba nuestras espaldas candorosamente…  y al suelo y a nuestros brazos, a nosotros que buscábamos el escape de la frialdad que nos invadía hasta el tuétano. La canora voz soltaba su melodía, invadía mis oídos pero nadie más parecía oírle.
Espectral, hermosa voz, que tomaba formas y engañábame pretendiendo ser no etérea y yo, esquivando, evitando lo tangible, la buscaba… ella que estaba tan solo por encima de nuestras espaldas desnudas, sudorosas, brillantes, rojas.

Animado por la voz, un escorpión volador planeaba distraídamente, esquivando, evitando, las torres de carne que lo arrinconaban a limitados espacios aéreos. Único, solo, el escorpión era ignorado, volador como era, desafiando al mundo ignorado, que lloraba, que azotaba con sol calcinante. Bailaba el escorpión al son de la melodía a la que yo perseguía y superponíase sobre el escorpión volador. Temible, aguijón que recordaba al dolor.

Quiero caer, pero no caigo, la fortitud de sus rodillas inspira a las mías,  y mis ojos solo ven, tras el cansancio, la desorientación, el hastío, sus espaldas, variadas, flageladas, sangrantes, límpidas… ¿quiénes son, seres sin cara?  Cuyos rostros no me atrevo a descubrir, yerro, yerro…

Desde el silencio que a veces se muestra, a los miles de escorpiones voladores, esquivos, que nos rodean, a los que intento alcanzar, asir, (¿qué no es etéreo? ¿lo es el dolor?) pero que se escapan de mis manos, como yo escapo del toque de mis iguales. Vuelan, estáticas, sustituyendo al silencio melodioso, a la voz canora que bailaba junto conmigo, que acompañaba también al silenció de ritmo perfecto y veleidosamente callado.
Melodía encontrada por el aguijón.

Melodía que lo sobrepasa y tranquiliza el vuelo. Yacen los escorpiones en el fango, transformándose en el barro que pisamos, atacando con sus aguijones, que nos hacen caer. Yo no caigo. Nos hacen car de rodillas. Me levanto  en donde todos se arrodillan, mas fallo y solo caigo, encima de sus espaldas , algunas sudorosas, algunas sangrantes, algunas imposiblemente secas…  y veo sus caras, con miradas perdidas desde hace largo tiempo que presuponen tiempos mejores y peores, civilizaciones implacables. Eterna rigidez consume sus expresiones, rigidez que asaltó siempre mi cara  y que ahora siento, incapaz de imitar la vivacidad de mis ojos. Estoy mudo, ¿desde hace cuanto la mudez me domina?

Gateo, sobreponiéndome al dolor, contradiciendo la rigidez. La lluvia quema las espaldas, donde el sol mismo las acaricia. El frio rige mis movimientos. Mis dedos ennegrecidos por el fango, mis manos hundidas por lo mismo, y ahora choco y tropiezo. Los escorpiones atacan,  los rígidos cuerpos impasibles, inamovibles se tropiezan con el mío… y, acusadoras son, sus miradas, largamente perdidas, largamente acusadoras.

Padezco y caigo, como la gente, que ya ni de rodillas se mantiene, y yo me arrastro, bajo la cadencia que impone la lluvia, que incrementa el tempo de sus gotas… no hay melodía que resista o si resiste se enmudece ante el fuerte retumbar. 

¿Quién quebró la estulticia que nos sostenía?

¿Quién dijo la palabra primera?

domingo, 29 de julio de 2012

Vincent van Gogh

Hola, buenas noches. Es ese el saludo de siempre. Estamos aquí congregados para hablar (y ustedes leer) sobre un hombre que en vida se dedicó a realizar muchas de las ahora reconocidas joyas del mundo de la pintura. Vincent van Gogh murió un día como hoy, 29 de julio, en 1890 y no solo ha dejado muchísimas obras de arte, sino también una historia que contar.

Vincent: Últimas horas


Autorretrato (1889)
Boom... Sonido de un disparo a la distancia.

En los coloridos paisajes de Auvers, y con el dulce sonido del viento en el vacío, un “boom” irrumpió el atardecer de ese apacible pueblo.Un hombre herido, por una bala en el pecho, dibujaba el paisaje con su sangre. Cada paso hacia su huida era un trazo en el verde lienzo en el que antes descansaba y que le había servido de modelo que retratar en múltiples oportunidades. Ahora esa ciudad lo veía morir sin que él lo supiera o creyera, todavía.

Motivos, muchos de ellos, llevaron a Vincent a propiciarse un tiro lo más cercano al corazón. Anteriormente se había cortado la oreja izquierda para regalársela a una prostituta llamada Rachel. Esto luego de discutir con su amigo y conviviente Gauguin en Arles. Van Gogh quiso dañarlo con una navaja, al no poder hacerlo se provocó, él mismo, el daño. Aquella tarde Vincent van Gogh no quiso dañar a nadie con su pistola, a nadie que quizá no sea él.

“Tu matrimonio no me molesta, Theo”. Días atrás su hermano menor había contraído nupcias. “No me molesta en lo absoluto... Pero ahora quisiera verte aquí como en tantas otras ocasiones en las que me sacabas de los más terribles apuros”. Theo se había convertido en una especie de representante, manejador o hasta mecenas del artista, pues era quien le conseguía los trabajos, pagaba sus cuentas y vendía los cuadros que podía, pues se dedicaba al comercio de arte, hecho que no le gustaba a Vincent. “Por qué te sigues dedicando a eso, vender arte es una farsa, una absurda mentira”. En muchas oportunidades despidieron a Vincent por anteponer sus gustos artísticos al de los demás en sus pinturas. Pintaba para él mismo y eso no vendía, lamentablemente.

El dormitorio en Arles (1888)

Llegó a su habitación, aquella que nunca pintó como la de Arles. El rojo de su sangre teñía las paredes. Vincent se acercó a su cama, se echó en ella y espero. No sabía lo que esperaba, quizá nada pues ya se le había negado todo, todo lo que había querido. Su padre había muerto repentinamente, su madre lo echó de casa por la herencia, perdió a uno de sus mejores amigos (Rappard) por no tragarse su orgullo, y se le negó el amor porque simplemente nadie lo quiso amar, ni las prostitutas que pagaba, ni las que recogía de la calle, ni las que pintaba, nadie, ni Úrsula, ni Silen, ni Margot (quien se suicidó al enterarse de que su padre no permitiría su matrimonio con Vincent). Su vida amorosa nunca tuvo final feliz, ni comienzo agradable.
La herida de bala fue más de lo que pudo controlar y fue consumiéndole la vida hora a hora. Su alrededor se pintó de colores oscuros y feos. Vincent se veía como en su cuadro de las patatas, está vez no se las comían a ellas sino a él mismo y nadie lo parecía rescatar. Nadie tocó su puerta, nadie le pintó la vida de alegría.


Los comedores de patatas (1885)

Cerró los ojos y se abrió una puerta, era Theo. Está vez no lo podía sacar del problema en el que se había metido. La bala había hecho lo suyo y la depresión también. Vincent se iba lejos y sin piedad de este mundo en el que había arriesgado todo por el arte, todo, hasta parte de su razón herida.
“Te quiero, hermano”.

Y se fue un 29 de julio de 1890.