Caín: La máscara de auqui - Cap. 3

Ha pasado ya poco más de una semana del 6to aniversario del blog y esta es mi primera publicación después de haber cambiado la plantilla y hecho el videito que ya es tradición por aquí. Y regreso con un nuevo capítulo de Caín, ya el tercero, que además llega con un pequeño anuncio de mi parte para los que hayan leído algo de esta historia: si antes hacía una supuesta línea troncal de Caín, eso ha cambiado. Desde ahora esto se llamará La máscara de auqui, para que quede un poco claro que será un solo arco y que al igual que El segundo fruto prohibido, se acumulará al universo de Caín entre muchas historias. Hago esto para no caer yo mismo en confusión al escribir pensando en cosas que quizá no puedan entrar en la historia de Mallqui (y de paso para avanzar más rápido). Así que ahí vamos...


.+.+.+.+.+.+. CAÍN: La máscara de auqui - Cap. 3 .+.+.+.+.+.+.

La última hoja cayó sobre el telar y Julián Mallqui no levantaba el rostro, parecía convertido en piedra, en una eterna huaca capaz de enlazar las vidas de los hombres a través de los tiempos, y por tanto capaz de verlo todo, desde las primeras rondas campesinas hasta las banderas rojas, el rostro del otro presidente y las rajaduras en los granos de cancha serrana puestos a la mesa por su nieto, veinte años más tarde, ante la presencia de un ser tan extraño como el auqui que lo observa ahora y que gira lentamente la cabeza hasta encontrarse con el pequeño Damián.

¡Atoj! La máscara le cubría por completo el rostro, a excepción de los ojos. Alcanzaba a verlos entre las sombras, azules, increíblemente redondos y de pupilas alargadas. ¡Atoj! Juraría que lo escuchaba reír, golpear con su hocico puntiagudo la máscara de cuero como un auténtico zorro blanco parlante. ¿Qué es lo que ve Mallqui en las hojas? ¿Qué clase de futuro lo espera? Quizá el que haya entrado a su casa una tarde años después de su partida. Quizá su encuentro con el zorro. Quizá, incluso, a sí mismo intentando escrutar el destino sin la misma certeza. Cuánta falta le hace el auqui, no volverá aunque lo invoque, aunque rece mucho o lo dibuje con torpeza, no hará ninguna diferencia su imagen en el altarcito de su cuarto. Todos preguntarán quién es, qué santito, qué espíritu del ande y él responderá que lo protege desde hace mucho. Y su familia, la poca que le queda, pensará pobrecillo, es la edad, son epifanías, ya está viendo el otro lado, se nos va papá Julián, es la nostalgia que lo sobrecoge, quiere volver a su tierra. No lo entenderá nadie excepto su nieto, Josecito ven, le dirá, ¿lo has visto cerca? Y Josecito le contará que lo vio hace dos días, que le da miedo que se lo lleve. Pero no viene por el niño, sino por él, viene a contemplar su muerte, a tomar su alma, ¿verdad? No viene por el niño... como tampoco vino por él cuando su maestro moría en Cajamarca, sino años después. ¿Vio su maestro al auqui antes de morir? Solo le quedaba un dibujo en una hoja antigua, un dibujo complicado, hecho con tinta que contiene sangre de chamán. Carbón, vinagre y una gota de sangre, un sello mágico que cura, que protege del mal, y que conecta con su propia vida, un sello que consume al chamán en nombre del bien. Muchas almas inocentes dependen de este pequeño pacto, dice el auqui —¡atoj!—, se lo dice a Julián Mallqui, al pequeño José y también a Damián. Mallqui arderá al final, morirá vaciado de toda vida y con una fiebre insoportable —¡cuarenta y cinco grados!, ¡cuarenta y siete!—, sacudiéndose y bramando palabras inexistentes. Se enfriará de inmediato y toda huella de sanación conectada con su sangre perecerá con él. Hay que firmar con sangre, heredar la responsabilidad. Es la única forma de salvarlo.

Mallqui no está. Frente al niño, las hojas de coca permanecen intactas, respira agitado y el calor de la respiración le rebota en la cara, lleva puestos la máscara y el sombrero, se encuentra del otro lado de la laguna. Detrás, las ropas del auqui, de ellas salen dos pequeños zorros, uno blanco y uno negro, corren con prisa y los pierde de vista. Está a punto de oscurecer.

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En sus ojos me veía como un zorro, como dos zorros, como un zorro blanco y su sombra. Ojos azules, patas pequeñas, delgadas. Un zorro que sonríe, que mira fijo a los ojos, pero no tiene intención de convencerlo.

Nunca me interesó más que observarlo, convertirlo en el portador de una historia. Me daba igual si aceptaba. No lo asusté para alejarlo, sino para que ganara cordura, para deleitarme unos días antes de la aburrida y ridícula muerte de Julián Mallqui. Si este era el final, estaba bien. Dos niños estaban siendo llamados, les había inoculado la idea de la muerte fatal, del sacrificio. Ninguno perdió la cabeza y dijo que sí. Tal es el peso de la conciencia incluso en un niño.

Ambos pensaron, ambos tenían alguien cercano a punto de morir, pero solo uno estaba seguro de esa muerte. Solo uno la veía venir.

El pequeño José corrió hacia mí cuando Mallqui empeoraba. Él me veía como un auqui, el mismo que había dibujado su abuelo en el altar de su cuarto, el mismo al que le rezaba. Cerramos el pacto muy de madrugada, con un imperdible y un cuaderno viejo. Julián Mallqui jadeaba en su habitación, sofocado por la fiebre. Dio signos de mejora al poco tiempo, pero murió esa misma noche. Su nieto escondió el sello para siempre.

Un día después escuché los gritos del niño en el pueblo. El viejo Juan había muerto en la madrugada, ahogado con su propia saliva.

Los zorros no volvieron más a ese pueblo que como una memoria, como una más de las historias que se cuentan entre los hombres.

Después de todo, morir no es algo que se pueda arreglar.

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Bien, eso fue todo el capítulo, en el siguiente veremos un poco del pasado de Mallqui, estén atentos ;)

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