domingo, 15 de mayo de 2016

Uróboros de fiesta

Uróboros de fiesta


Yo soy machista. Pepe también. Y quizá la mayoría, si no todos, mis amigos. «De hecho todos lo somos», había escuchado decir a mi amiga feminista. A la dueña del santo. Cumplía 23 años un 23 de abril, día por lo demás cargado de toda una simbología amable con las muertes de los clásicos español e inglés, amén de nuestro Inca mil veces repudiado por quejón y, hay que decirlo, malquerer a los suyos desde afuera, tan actual, Mario, tan actual... Si bien es cierto que fuimos a la reunión más bien derrotados que entusiasmados, ya dentro de la casa decidimos no solo poner nuestra mejor cara sino comprar bebidas. Harto trago, compadre, que hoy quiero chupar. En el ínterin Pepe, ¡el gran Pepito!, intentaba «algo» con una amiga de mi amiga feminista, recordé el «todas estamos en la lucha, Juanito, pero nos gusta ‘esta’» que tanto me afirmaba mi amiga. «Dame un beso, Juanito», me imploraba, «dame un pico, huevón», me susurraba al oído, «para poder agarrarme a la chata que está más rica, conchasumadre». «Nada, compadre», me excusaba, «no eres mi tipo», mentía, que «podría hacerlo con Yoshi», jodía, que tenía un parecido a un baterista japonés. A lo que Yoshi respondía con una negativa que en el fondo aplaudía. Azuzado por mi amiga y su amiga, Pepito insistía, todo esto bajo la mirada atenta de un grupo de chicas, invitadas de mi amiga de hecho, que estaban alejadas de nosotros. Como si estuvieran en otra onda. Nunca las había visto. ¿Serían feministas? En ese momento de la reunión, porque, ¿qué es un cumpleaños después todo sino una junta de amigos en busca de agasajar a un amigo o colega por su nacimiento?, no sé si por lo alcoholizado, Pepe ya había perdido toda dignidad al rogarme falsamente, casi de rodillas, que lo bese. «Igual la besarás, huevón», le argüí inútilmente al oído, «me la quiero cachar, pues», fue su contundente respuesta al tiempo que a Yoshi lo empujaban del alfeizar de la ventana para que cayera en el mueble. «Es tu oportunidad, Juanito», me dijeron mi amiga y la chata en discordia. Reculé al momento que vi la incomodad de Yoshi, su rictus de resignación, si acaso, y, retórico, aduje que jamás besaría ni obligaría a alguien que no quisiera hacerlo. Eso es violencia, pensé, es un tipo de violencia. No recuerdo si fue porque me pidieron trago o porque simplemente la situación era del todo insostenible que dejé a Pepito en aquel impase. Predicamento odioso sus ganas de besar a alguien. O cachársela, como me había confesado. O quizá porque comenzó a vociferar frases respecto de cuál viril podía ser. Son huevadas. Yo ya estaba con el resto de mi gavilla. Había ido con unos colegas que solo tenían ganas de tomar y conversar de libros o de la vida. O de putas, que es una forma de vida. O de ganársela. Yoshi me dice, más bien resignado que triste «ya pasó». «¿Qué?», le pregunto, «¿¡qué!?», repito intuyendo lo que en efecto ya pasó. «¿Qué es un beso después de todo?», le pregunto a Yoshi inútilmente. Él, más que impávido, desinteresado, me dice que «nada, que ya da igual». Ya nada importa, ¿verdad, Yoshi? Decidimos que dejar a Pepito besar a la chata de lo lindo, con total comodidad, compadre, era lo mejor, en el espacio que mediaba entre el baño y una suerte de sala de estar con un tragaluz. Yo había estado en la casa  de amiga muchas veces. Tantas... Si bien es de un piso es más bien espaciosa. En el recinto donde debería estar el auto, el garaje, le dicen, está como que una pequeña sala de recibimiento, de visitas. Con una cómoda, mueble chapado a la antigua, y una mesa circular con tres sillas, era el lugar perfecto para las tertulias, las conversas y el buen joder. Amén de una cama que albergaría, dichosa, a cualquier tertuliano que decida quedarse. Como para separar finalmente este espacio de la sala está un librero con muchos libros de historia de Francia no solo en español sino en inglés. Arriba de aquel lucen hermosos aviones a escala de la Fuerza Aérea del Perú. Atrás, otra mini sala, esta aventajada por una abertura, un tragaluz, que deja observar lo que permite el cielo limeño, estrellas a años luz de nuestro Sol o nuestro planeta. Y, por último, separada con ventanas enormes de madera, la sala de mi amiga. En fin, Yoshi y yo sí habíamos ido por mi amiga, la cumpleañera. Al rato nos sorprende Pepe todo contrito y maltrecho, malhumorado, nos dice que «una cojuda le dijo a la chata que su celular no paraba de sonar y la putamadre y se la llevó, conchasumadre». «Tranquilo, Pepito», le dije, «así son las amigas», mentía mientras me cuidaba de no ser machista ni denostar al feminismo, aquel que sé que practican mi amiga y sus amigas. Por la molestia que emanaba mi amigo decidí ver qué pasó y por qué actuaron así contra él. No es que Pepito se haya querido aprovechar de la chata, ¿o sí? ¿Acaso la chata estaba tan alcoholizada como para no decidir por ella misma? Simplemente ella quería besar a alguien y mi amigo también. «Yo me la quería cachar», compadre, había agregado al final. «Un polvo de fiesta, estaba forrao’, 'mare'». Con la excusa que se acabó el trago me acerqué a la sala. Mi amiga estaba con sus amigas escuchando música de lo lindo. Parecía que en los tres ambientes, el garaje, la mini sala con tragaluz y su sala, había fiestas paralelas.  Pedí trago infructuosamente para los colegas sedientos del elixir de la vida. «Prepáralo, pues», me dijo mi amiga. «¿Hay hielo?» «En la cocina. Está preparándose», me dijo su madre oportunamente, «espera un ratito». Le pregunté a mi amiga si podía cambiar de canción. Como su respuesta fue afirmativa puse una de Jack Ü, donde sale Macchu Picchu en el video clip. Había tenido sueños con cerros y mucha vegetación, pero ni bien terminaba de acomodarme en el mullido mueble escucho que, de pronto, Skrillex toca cumbia. Las amigas de mi amiga que estaban en el mueble del frente a la mesa habían cambiado mi video, mi canción. No les dije nada por respeto a mi amiga, al menos hubieran esperado que termine... «Qué haces, huevas», me dice, Pepito. «Espero el hielo», fue lo que obtuvo de respuesta. Una chica, alta, delgada, guapa, le dice «permiso, permiso», al tiempo que voltea el televisor para el lado opuesto de donde estaba y comienza a bailar con sus amigas. Es una cumbia cantada por una mujer con el cabello rapado. Toda la banda está compuesta por mujeres. Parece un rap. «¡¿Todas en la lucha?!», les pregunta. «¡Qué levante la mano a la que le gustan las mujeres!», vocifera. «¡A mí, a mí!», se oye que la mayoría repite en coro. Veo a mi amiga y pienso que eso es mentira: ella es bisexual. «Me siento excluido», le digo a mi amigo. Ellas bailan, danzan al ritmo de las canciones de rap con el televisor que da hacia ellas en la sala con las otras amigas de mi amiga que no pertenecen a aquel colectivo, ya a todas luces, feminista y, naturalmente, con mi amiga. Cuando por fin están listos los hielos, mi amigo prepara una jarra de trago, «con mucho amor, compadre, porque esta mierda, estas buenas mierdas, se hacen con amor, chuchasumadre, y no jodas, mierda». Cuando regreso por más trago encuentro la puerta cerrada. Aquella que daba a la sala, les hago un ademán desde la ventana a las chicas para que me abran y una, otra vez la más alta y delgada, se acerca y en vez de dirigirse a la puerta cierra las cortinas. Ahora es una fiesta privada, pienso, debe ser una broma, seguro que ahora me abre. Un tipo que estaba sentado fumando en el sillón de la mini sala al aire libre, al observar la escena, al observarlo todo, me dice que se lo esperaba y que no le importa, se llevaron a una que tenía... me dijo, casi imperceptible. Ya no lo escuchaba. «Esto es violencia, un atropello», le digo. «Para mí esto no es violencia, ¿sabes por qué?, porque simplemente no le importa». Lo observo con ira al tiempo que grito que «¡cualquier acto discriminatorio es violencia!». Me dijeron que entré a la sala por la ventana y boté el televisor de 50 pulgadas de mi amiga y que vomité en su torta. Yo no lo recuerdo.

sábado, 30 de abril de 2016

Voluntad

Aquí vamos de nuevo, un post casi al final del mes, sí, es como si nos estuviéramos volviendo un poco flojos y fuéramos a abandonar el blog... pero no (definitivamente NO). Es decir, sí, quizá nos hemos vuelto un poco flojos, pero no está en nuestros planes abandonar EdI. El problema es que nos hemos estado enfocando en cosas equivocadas y quizá perdimos de vista lo demás (al menos eso aplica a mí). Así que, para salvar esa falta probaré suerte esta vez buscando cosas (textos viejos) que nunca completé y que podría ser divertido terminar ahora. Este es uno de esos casos. A ver qué tal quedó...
.+.+.+.+.+.+. Voluntad.+.+.+.+.+.+.

Lo sintió clarísimo. El llamado era en esta ocasión imposible de ignorar. Daba igual si se negaba a mover un dedo, a dar un solo paso, la fuerza que lo invadía era incontenible, se le había clavado entre los sesos, movía sus ojos hacia la desesperación y desconectaba sus manos de su voluntad; le provocaba sudar a mares y jadeaba por el miedo de ser una vez más poseído, preso de una necesidad urgente hacia el mal, hacia la muerte del prójimo y sin embargo un completo desconocido. "Señor, haz de mí un instrumento de…", musitó. La idea de una gran voluntad divina aún funcionaba para calmarlo, para darle la seguridad necesaria y realizar el plan satisfactoriamente, como un heraldo de la muerte o de esta gran fuerza desconocida que le impedía pensar con claridad.

Empezó a perder estabilidad y apoyó su cuerpo contra una pared, la lucha por el control es dura, pero se encuentra ya predispuesto a su destino. Sabe que una vez que los engranajes de la fuerza han comenzado a girar será imposible detenerlos y que tarde o temprano sentirá la dolorosa señal en el pecho, el limpio tirón de soga que ejecuta su verdugo como si su corazón fuera un campanario, la señal inevitable de que se encuentra frente a su víctima, el elemento defectuoso que necesita ser eliminado por el equilibrio del universo. "Quizá será la última vez", algo le decía que su vida de fugitivo, su sacrificio y los altos niveles de adrenalina que experimentaba en cada ocasión terminarían hoy. Tal vez se trataba de otra señal de la fuerza.

En medio de la calle, sabía que el elegido podría ser cualquiera, sin importar su condición. Daría igual si fuera un hombre de saco y corbata, una mujer embarazada o un niño perdido; daría igual si fuera el amigable anciano de sombrero verde que le regaló la mitad de su miserable almuerzo hace varias horas. Ha sucedido antes, sí. Piensa en la primera vez que sintió el llamado, la desesperación, los gritos que dio, su familia volviéndose loca, llorando al ser descubierto con las manos en el cuello de su padre. Pensaron que estaba loco y se lo llevaron al psiquiatra, pero no dieron con nada, ocultaron el crimen por vergüenza y por la misma vergüenza se vio obligado a escapar de sus ojos. La voluntad lo llamaba otra vez y no podía continuar escondido o vendrían por su él. Nadie lo entendía realmente, pero se trataba de una lucha por sobrevivir. Él era el elegido del destino para corregir los desperfectos del mundo y si no cumplía con su misión, su corazón explotaría. El dolor en el pecho y la invasiva necesidad de matar que lo invadía eran la prueba. No importaba quién fuera la víctima, la fuerza se encargaría de llevarlo a cabo, con su ayuda o a expensas de ella.

Entonces sintió el dolor. Un maldito punzón le apretaba el pecho y podía sentir las campanadas como una cuenta regresiva hacia el final, pero su víctima no estaba ahí, no era capaz de verla. Si hubiera sido de su completa elección, escogería sin dudar a los maleantes que vinieron a darle encuentro haciendo alboroto. Lo golpearon todos entre risas sin que emitiera queja alguna. Entonces recuerda la oración de San Francisco; le gustaría ser como él, o como Abraham, y entregarse por completo. También le gustaría que, como en la historia de Abraham, la voluntad divina que lo posee le contuviera el brazo a tan solo un instante del golpe de gracia. Lamentablemente eso solo es una historia, piensa. Aun así, tampoco la voluntad ha determinado que ataque a estos maleantes, pero a ellos no les gustan los muñecos de trapo ni las bolsas de arena y marcan su retirada con un escupitajo.

Solo, con la cabeza al suelo, sintió el transcurrir de las horas observando el paso de la gente. Le pareció un espectáculo sombrío de sujetos sin identidad, pero armónicos, sumisos ante la voluntad de una fuerza más grande que todos ellos juntos, y él completaba la escena como la mano que decide el destino. Sus ojos estaban al punto para identificar a su víctima, la vería como si fuera lo único que existiera en el universo, así de claro era su objetivo, así de fuerte era la voluntad que le permitió diferenciar la figura descuidada de su enemigo un segundo antes de sentir el dolor en el pecho.

Lo vio tambaleándose entre la multitud, era un tipo sucio, un malnacido al que no le importaba insultar a quien se metiera en su camino. Sintió que la fuerza era justa y que ese hombre merecía morir. Lo veía acercarse y lo aborrecía, crecía en su interior un odio infinito hacia ese ser humano, hacia ese defecto universal y en su mente solo podía mantener la idea de aniquilarlo. Se veía sujetándole el cuello y quebrándoselo como a un ave, percibiendo el descenso de su presión sanguínea y soportando su asqueroso olor a alcohol, que comenzaría también a impregnársele, pero le importaría poco ese olor ante el triunfo y el cese del dolor en el pecho. Este hombre que merecía morir por fin ha muerto, este hombre es con seguridad el que estaba llamado a matar desde el principio, y no esos jóvenes perdidos ni esa mujer embarazada, sí, él no sabía que estaba embarazada hasta que apareció en los diarios, pero la había matado y también al bebé. Podría contar todas sus víctimas como un camino duro de recorrer para llegar a este objetivo final, un hombre que con seguridad corrompía jóvenes a tiempo completo y se aprovechaba de la gente en las calles, un matón, un ladrón, un borracho, un defecto al fin. Estaba convencido de que debía terminar con él, tenía los puños listos y la mente clara cuando se lanzó a atacarlo y forcejearon. Cada golpe que le daba en el rostro diluía el dolor en su pecho, pero no era un rival sencillo de vencer, también recibió golpes y escupitajos e insultos. Sus manos atraparon el cuello de su víctima y lo arrinconaron, sintió su aliento de borracho y el poder de terminar con su vida en un instante, apretó con más fuerza y escuchó como si algo se quebrara, pero fue él quien empezó a respirar con dificultad. En su mente estaba claro que su misión última había terminado y que por fin sería libre. Entonces vio elevarse frente a él una botella rota manchada en sangre y volver a su cuello para darle el golpe final, esperó la irrupción de la mano de un ángel, pero nada la detuvo. Esta vez era la última, sí, y la voluntad se había hecho cargo.
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Bien, eso ha sido todo. Gracias por leer :)

lunes, 29 de febrero de 2016

Viaje

Febrero está muerto. 
Un tonto relato, sobre la idiotez y los prejuicios y la certeza de estos.


Viaje

Oyó la palabra en un bar, no tenía sentido alguno en ese momento. La gente concurría a un lugar para adormecerse un poco. La vida era demasiado cansina y no dudaba en mantenerte despierta en este mundo asfixiante, azul. William tomaba una cerveza porque quería encontrar una razón para seguir adelante. La calidez del alcohol, la falsa calidez del lugar hacía que mirara todo con un cristal engañoso.

William reflexionó y se dio cuenta de que no tenía hacia dónde ir. Un segundo de reticencia lo dejó con un pensamiento que planeaba sobre valles sin nombres. Oyó la palabra de nuevo, mas ninguna campana sonaba. No había un aviso que le dijera, “despierta, este es el momento, ése es el lugar”. Se encontró confuso, pensando que el barniz de la tabla era un color hermoso, un color al que nunca le había prestado atención. Comentó, ausente:

“Esta mesa, tiene muy buen color.” Se le ocurrió que el color que su mente trataba de encontrar era rojo.

Era marrón, pero eso  no tenía importancia. Se le ocurrió que tal vez  su viejo amigo había muerto porque tenía meses sin dirigirle la palabra. No se habían mandado correos. Se dio cuenta de algo: tenía tiempo alejado de su vida no-virtual. No sabía cuál era la diferencia entre esa y esta. Se sintió en un mundo simulado, en donde bebía y trabajaba, ganaba dinero y luego bebía más. William  especuló que podía ser reemplazado por una máquina. Una máquina precisa que hiciera las acciones que había hecho en los últimos meses. 

Un segundo hecho brilló por su ausencia, si dudaba de la vida de su amigo porque tenía ocho meses sin dirigirle la palabra, ¿qué pensarían sus amigos sobre él? No hablaba con nadie, no se había encontrado con nadie. Ninguno de sus compañeros del trabajo sabía algo significativo sobre él. Si acaso sabían su nombre era porque tenían que llevar la identificación a todos lados. William no se daba cuenta de esto aún, estaba ausente, pensando en su amigo. Volvió al ambiente de su trabajo, dentro de sí se hervían toda clase de teorías sobre por qué era tan insignificante para la gente de su trabajo.

“¿Por qué es que la gente no ve en los demás más de lo que uno aparenta? Cuerda de payasos vacíos” dijo, el cantinero oyó la pregunta. Lo vio como quien no entiende la cosa, dijo, sin mucha gana:

“¿Ah? ¿Qué dices?” 

“La gente, la gente solo ve lo que quiere ver.”

“La gente ve lo que está a la vista, es así de simple.” Pensó que el cantinero tal vez tenía una familia. Tal vez en su tiempo libre leía sobre filosofía. Le creó un mundo ficticio, pensó que ese hombre podía estar analizando todos sus movimientos, cada expresión que su cara hacía mientras una tormenta de ideas lo torturaba. Caviló largo rato sobre esto.

“¿Cómo te llamas?”, le preguntó, luego de no llegar a ninguna conclusión tras elucubrar.

“Henry,  ¿y usted?”

“William. Soy un desgraciado , ¿lo ve, cierto?”

“Cada hombre vive tras de sí una tragedia. Algunos toman, otros se drogan, otros no paran de racionalizarlo todo. Son opciones válidas.” El cantinero le pareció arrogante.

“Usted cree que sabe lo que la gente piensa, ¿no es así?”

“Tras años de ver a los mismos desgraciados uno se inventa historias.”

“¿Y eso le da derecho a juzgarlos?”

“Uno se da una idea de por qué un hombre pide whiskey mientras mira pensativo la bebida antes de tomársela. De por qué uno pide cerveza en lugar de ron. Yo pienso, que si uno se lo bebe como usted, de manera tan lenta, como catando una cerveza genérica, con esa mirada tan tristona debe ser porque medita sobre algo. Uno piensa que si uno se dedica a ver su bebida, debe ser porque trata de encontrar su consciencia en la profundidad de una copa. Si uno mira a las personas, al cantinero, y de nuevo a la bebida y da un sorbo simple mientras murmulla estupideces. Uno piensa: ese hombre se debe sentir sumamente solo, debe ser un desgraciado, un rencoroso. Esa es mi opinión.” 

“Usted no tiene derecho a juzgarme. No sabe nada de mí.” William encontró en el raciocinio del cantinero una lógica absurda, ¿por qué este hombre que servía bebidas creía que tenía el poder de analizar a alguien por la forma en la que bebe? Se lo imaginó leyendo una novela barata y creyendo que estaba en una. Un hombre como Henry era un hombre que creía que vivía en una novela, por eso, por su falta de realidad, por sus ficticias razones, era un hombre vacío, en el cual no se podía confiar. Un hombre que se cree actor de una vida de novela no es más que un vacío que llena su vida de palabras. William entendía esto de manera intuitiva. No sabía expresarlo en palabras, por lo que farfulló: “Hipócrita de mierda.” 

La palabra hipócrita despertó en él la memoria de su última novia. Una relación digna de teatro. Una puta hedionda que no podía hacer más que emborracharse hasta la inconsciencia, coger y armar dramas, tontas manipulaciones que se veían a leguas. William se creyó realmente estúpido.

Henry pensó que un hombre como el que tenía al frente, tan estúpidamente honesto, haría un buen personaje principal para una novela. Pensó, mientras servía un Martini a una mujer, que un hombre tan desgraciado como el que bebía su cerveza de tal manera, le recordaba a un personaje de una novela que había leído.

“Un desgraciado que se suicidará esta noche, no dudo que mañana lea en los obituarios que un borracho llamado William se suicidó”, esa era la línea de pensamientos del actor Henry. Un escritor de guiones aficionado, apasionado por la literatura y el teatro.

William se terminó de beber la cerveza. Tomó una decisión. Recordó a su amigo, Juan, del que no sabía nada y se sintió triste. Pidió un whiskey que se bebió de un trago, trataba de demostrarle al cantinero que no había nada en las bebidas que uno escogiera. Henry disimuló su sonrisa, era una victoria personal para él.

“Nos vemos, Henry” dijo, con energías renovadas. “Un placer.”

“Igualmente”, le correspondió el cantinero, y pensó: “Este hombre se va a suicidar esta noche.”  

William escribió una carta a Juan. La mañana siguiente nadie sabía nada de él o más bien, se dieron cuenta de que nadie sabía nada de él. Sus familiares cercanos llamaron a sus amigos, el teléfono de su casa no contestaba. Sus amigos llamaron a su celular, a su lugar de trabajo. Dijeron que tenía una semana sin venir. Indicaron a la policía que un William Nuñez tenía una semana sin ir al trabajo, un mes sin relacionarse con ningún familiar o amigo. Su amigo del alma, Juan, había muerto hace cuatro meses. No fue al funeral, se negó a creerle a cualquiera que le dijera tal sinsentido.  María, que llevaba ocho meses limpia de alcohol o drogas, se aventuró a decir que estaba deprimido, el pobre deliraba y seguro lo encontrarían en la calle, muerto de hipotermia en algún callejón, si no se apuraban.

William vio el amanecer de esa ciudad por última vez un treinta de septiembre. Estaba cansado de las mentiras y las banalidades, se dijo antes de partir:

“En esta ciudad no hay más que drama. Juan, amigo, sin ti esta ciudad no es más que un teatro.” Prendió un cigarro, después de dos años sin fumar, el traqueteo del tren era un sonido que aceptaba en ese mundo de absorción en el que estaba. El trinar de los pájaros era otro sonido que aceptaba. No había más de cinco personas en la estación cubierta de nieve que se derretía. Eran las siete de la mañana cuando partió. 

miércoles, 27 de enero de 2016

Vocación

Yet... digo, y otro "descanso" de Caín... La verdad es que me copié de Zack Z. porque no sabía que poner. Admiren mi sinceridad. Este es un pequeño relato... que tal vez forme parte de un universo propio, distinto del de Caín. Puede que solo sea un relato aleatorio que escribí solo por escribir y que no tiene lugar en ninguna parte, si no en una especie de planeta fantasma, donde la misma escena se repite ad infinitum.  Realmente no lo sé. ¿Cómo lo podría saber? No recuerdo como llegué aquí. Creo que fui secuestrado,  en fin. Diviértanse:




Vocación

Sentí su mirada escrudiñando cada milímetro. Era pesada y desoladora. Pude recrear los hechos que la habían hecho así. Era la mirada de un hombre que lo había perdido todo. Esa mirada que solo alguien que reconoce la perdición puede tener e incluso así había humanidad en ella. 

Conocí su nombre hacía treinta años. Treinta jodidos largos años. Conocía bien al hombre. Sabía que le gustaba el coñac y que cuando no bebía ron, bebía café negro. Le gustaba el sabor fuerte, sentirse despierto. Eran secuelas de la cocaína, me dijo alguna vez. Todavía se sentía inclinado a esa sensación.
“La primera vez que consumí cocaína, maté a un hombre.” Fueron las primeras palabras que oí de él. Estábamos en un grupo de rehabilitación. Era un sicario entrenado por el gobierno. Todos en este salón cometimos asesinatos de algún modo u otro. Determinados individuos creen que presionar un botón que hace detonar una bomba no te convierte en un asesino. Dicen, horrorizados, que solo los que cortan la carne o aprietan el gatillo fríamente son asesinos. Patrañas. Son las excusas que uno se crea. Él no tenía ninguna. Él reconocía que la cocaína solo le dio el impulso que necesitaba, yo comprendía con precisión a qué se refería. 

“El pobre hombre al que asesiné se iba a reunir con sus hijos y esposa al día siguiente. Era un hombre de familia y a la vez un cerdo idealista peligroso para el gobierno. Cuando miró mis pupilas, dilatadas, en esa noche oscura reconocí un miedo descomunal en sus ojos. Comprendió al instante que era una presa y como presa que era no hizo más que correr, tropezándose con los muebles de su casa. Lo agarré por el pescuezo, cual animal, apuñalé su espalda a la altura de los riñones cinco veces. Seguía vivo y gritando con una voz desgarradora. En ese momento me cansé de sus gritos. Pensé que era un cobarde por no plantar pelea, por huir, por llorar como un desgraciado mientras clamaba piedad y gritaba el nombre de sus hijos y su esposa, entonces corté su garganta. Murió al poco tiempo, me fui pirando. Esa fue la primera vez que consumí cocaína y la primera vez que maté a alguien.”

Todos lo miraron con genuino miedo. La gente de la rehabilitación se autocomplacía  con relatos llorosos y trágicos de cómo habían luchado contra las ganas de matar a alguien, de cómo habían intentado mantener la dignidad del asesinado incluso cuando se emborracharon o se drogaron para matarlos. Era pura mierda. Todos sabían lo que había pasado. Lo que contaban no era más que una versión lacrimógena para sentirse mejor con ellos mismos.

Sentí su mirada y supe en ese instante que me había descubierto. ¿Qué se dice cuando la presa descubre a su cazador y ambos se vuelven tanto cazadores como presa? No sé qué se dice. 

Esa era la situación actual. Él era un hombre riguroso, sucio y corrupto. Había embargado sus sentimientos para no sentir como el remordimiento se comía a su alma. Era un hombre que había llorado genuinas lágrimas luego de matar a ese político barato. Un hombre que había llorado solo, pues no tenía amigos. Ocho años desde que mató a la primera víctima hasta que estuvo en el grupo de ayuda. Ocho años en los que se hundió en el más profundo calabozo, y ése era solo el comienzo. 

Había sed de sangre en el aire, oí como la hoja de su navaja salía de la funda y rasguñaba el viento.
Diez años después del grupo de rehabilitación, estaba casado y tenía dos hijos. Un grupo terrorista que se enteró de su papel en los golpes políticos de hacía dieciocho años se interesó por sus servicios. Él estaba retirado. Su esposa y sus hijos sufrirían de un peligro mortal. Se asegurarían de que sufrieran. Le dijeron que cuidarían de ellos, que tomarían su seguridad y bienestar como parte del trato, mas era una banal mentira. 

Llegó a la veintena de asesinatos dos años después. Era frío, sigiloso, calculador. Sabía hablarle a los rateros, qué decirle a los yonquis, cómo tratar a una prostituta. Lo que eran los modales básicos de la podredumbre y la autodestrucción, los tenía perfeccionados. Vivía de motel en motel, consumía heroína de vez en cuando porque le recordaba a la sensación de paz que tuvo en los años con su esposa y sus hijos. No sabía nada de ellos. Cinco años después vuelve. 

Su mujer está prostituyéndose en una calle. Habían roto su promesa, no le pagaron más que miserias ni mantuvieron a su familia. Habían roto la sanidad de su esposa, la habían vuelto una vil puta de esquina. Sus hijos eran maltratados por sus clientes, pero ella solo quería cristal. 

La mató dos días después. Lloró desconsoladamente como no lo había hecho desde su primer asesinato. No había remedio, no había alas en un ángel caído, no había perdón para un pecador, no había un Dios que juzgara alguna cosa, solo hechos que llevaban a la desgracia y a la inmundicia.  Un albur ocioso que dictaba los grados de adversidad de la muchedumbre. 

Diez años después uno de sus hijos era un ratero. El otro lo odiaba y era un estudiante ejemplar, era su orgullo. El ratero violó a una niña de ocho años, luego a un niño de diez. Mató a una prostituta que se negó a mamársela por una calada de su hierba. Su padre entró por la puerta de atrás de su departamento. Era una ciudad fría pero su hijo yacía semidesnudo, consumiendo heroína con su mirada perdida. 

“Despierta imbécil.” 

Estaba ido. No había palabras que lo despertaran ni acciones que cambiaran lo que había hecho. Le disparó dos veces en la cabeza, no lloró por él. Tres días después lo encontraron y lo echaron a la basura. La opinión general era que se lo tenía merecido, un pederasta no es más que escoria defecada por demonios. 

Se lanzó sobre mí con una violencia demencial. No era tan rápido como cuando estaba en su veintena. Sus reflejos habían decaído por milésimas de segundo. No era tan fuerte.  Su navaja desgarró mi chaqueta, medio segundo después mi codo se clavaba en sus costillas, el filo había traspasado el cuero y seguido de largo. Tenía tres costillas rotas. 

“Siempre lo supe. Desde que vi tus crueles ojos verdes. Supe lo que eras.” 

“Lo sé.” 

“Supe que eras un hijo de puta, que no hacías más que juzgarnos a nosotros. ¿Qué has hecho tú, además de mirar? ¿Has vivido nuestras desgracias? ¿Has asesinado a un hombre con tus propias manos?” 

“A miles de ellos.” 
 
“¿Has llorado alguna vez?” Una lágrima parecía asomarse por la esquina de su ojo. 

“No. Nunca.” 

“Lo sabes todo.”

“Lo ignoro, realmente.” 

“¡Cómo puedes...!” Estaba indignado. 

“Es inútil saberlo todo. Pero por ejemplo, me bastó sentir tu mirada para conocer tu nombre.” 

 Había algo más.

“Nunca te conocí. Nunca me viste hasta ahora.” 

“Hasta el momento en que te diste cuenta de quién era, no tenía la menor idea de tu existencia. Entonces conocí tu nombre y las tuercas hicieron que estuviera ahí cuando confesaste por primera vez todo. Lo demás lo supe por inercia.” 

Lloraba lágrimas de impotencia. 

“Es la tercera vez que lloras desde que eres un adulto. Tú vida está por irse.” 

Sus manos temblaban, no podía articular una palabra, comprendía lo que pensaba. Cavilaba sobre mi horrible naturaleza, sobre mí, lo pesado de mi severa mirada. 

“Incluso las miradas de los hombres pesan sobre las de nosotros, los privilegiados. Tal vez tú fuiste uno o tal vez serás uno.” 

Mi mano cerró sus ojos, hubo paz en su cuerpo. El tiempo se detuvo. La decadencia del lugar fue revocada por un hermoso palacio blanquecino.

jueves, 21 de enero de 2016

Entrevista laboral

¡Hey!, ya estamos de vuelta y este es el primer post del 2016 :D Bueno, no sé si sea para entusiasmarse tanto, pero sí que se siente bien volver al blog y que esta vez no haya pasado más de un mes. Este relato es un respiro de CAÍN, para distraernos un poco. Anecdóticamente, esta historia la escribí en 2013 y la perdí, pero solo hace una semana me digné a reescribirla (y como no encontré una imagen que me gustara, improvisé un dibujo). Veamos qué tal nos va con los felinos...


.+.+.+.+.+.+. Entrevista Laboral.+.+.+.+.+.+.

El único paisaje visible desde mi ventana es una pared amarilla. No podía pedir mucho desde que vivo aquí, en el último piso de este pequeño edificio, una habitación sin lujos ni vistas agradables. Me acuesto en la cama y puedo ver el cielo, una fracción pequeña, esperaría que me diera la tranquilidad necesaria para olvidar lo malo del día, lo mal que me fue en la entrevista de trabajo, me sudaron las manos, sentía muy claro un palpitar en mi cuello, quería salir de allí, escapar de los ojos jueces, de las voces condenatorias, de sus preguntas que escarbaban en mi mente. Traté de calmarme, respiré hondo y conté hasta tres varias veces, no supe manejarlo y por eso terminé aquí, mirando ese pedazo de cielo a punto de atardecer, coloreándose cálidamente. Pero ni siquiera eso se me permite ahora. Un gato cubre mi limitado paisaje, ingresó con elegancia, eso que a mí me hace falta y, aunque esperé que se fuera pronto, las cosas se pusieron peores cuando aparecieron más.

Comenzaron a maullarse unos a otros, a maullar mirando la calle y también hacia mi habitación, a mí mismo. Ya no existía más el cielo, tan solo gatos maullando, colmándome los oídos. Intenté ignorarlos, pero me resultó imposible.

Mi cansancio era directamente proporcional a mi estado de ansiedad. En el mejor de los casos, seguramente, me quedaría en este cuchitril por varios meses más, trabajando en proyectos pequeños y de remuneración miserable. Decidí subir y enfrentarlos, espantarlos con un grito o lanzándoles algo, un pedazo de ladrillo, quizá, de este techo en ruinas. Pero por alguna desconocida razón lo primero que hice fue gritarles, les grité reprochándoles su reunión frente a mi cuarto, les pedí que se calmaran al menos y me dejaran dormir, pero no me hicieron caso, parecían estar muy concentrados en sus propios asuntos. Aquello era bastante parecido a una conversación, sus maullidos tenían tonalidades específicas de interrogación, sorpresa y entendimiento. Me sentí un completo idiota en ese momento, estaba asombrado. Era probable que el cansancio me estuviera provocando alucinaciones, disparates.

Volví a mí mismo y a mi necesidad de descanso, busqué una piedra, un pedazo de ladrillo, pero no pude lanzarlo. Los gatos me miraron fijamente entonces, como escrutando mi actitud o mi vida entera, maullaron brevemente y se fueron, excepto uno, que saltó de mi lado y me siguió hasta la habitación. No pude deshacerme de él, era escurridizo, pero al menos silencioso, así que pude olvidarlo fácilmente y dormir.

Al día siguiente le abrí la puerta, pero no quiso irse. Hoy saldría también a buscar trabajo, quizá podría dejarlo por ahí, de paso, pensé. Revisé rápidamente los clasificados de dos semanas atrás, el trabajo ideal, ese de la entrevista del día anterior, estaba marcado con entusiasmo. Arrugué el papel y lo tiré a la basura. Salí frustrado de casa en busca de un nuevo periódico y una lata de atún, mi plan para despedirme del gato. Se la dejé en un callejón y saltó a comer. Era libre.

Minutos después, me encontraba en una banca, revisando los anuncios. Nada parecía encajar conmigo. "Quizá mañana", pensé, y decidí volver a casa. En el camino, algo se metió entre mis piernas y comenzó a dar vueltas, era el gato. Su juego era impecable, no importaba cuánto se moviera o intentara yo deshacerme de él, ninguno de los dos tropezaba. Al contrario, me había desviado del camino a casa, el pequeño animal estaba alterando mi rumbo.

Se detuvo en la entrada de un edificio que yo recordaba muy bien. Sí, tan solo ayer estuve aquí para una entrevista, la peor de toda mi vida. Decidí que esto era el fin del camino y quise dejar al gato, pero, una vez más, fui conducido por su juego.

Pese a la presencia del felino, fui recibido cordialmente y sin ningún tipo de reclamo en la sala de espera. Entonces dijeron mi nombre y me levanté, el gato me empujó ligeramente con su cuerpo y me pareció percibir al verlo cierta complicidad.

En la oficina me esperaban las mismas cuatro personas del día anterior, con la diferencia de que esta vez sus sonrisas eran grandes y auténticas. Me llamó la atención su escritorio, ocupado por platos de galletas y vasos de leche. El que parecía ser el jefe jugaba con una diminuta bola de lana, pasándola de una mano a la otra. Me miró sin dejar de sonreír ni mucho menos abandonar la lana. Empiezas mañana, dijo. No sé si mi sonrisa fue igual de grande que la suya.

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Bien, esto ha sido todo. Gracias por leer. Saludos :)