De vuelta

Bueno después de un buen tiempo de no pasar por aquí, regreso con un relato que nació de una idea sencilla que invadió mi mente. Sencillamente no la deje perderse entre la cotideanidad: decidí trabajarla.Bueno sin más que decir, allí va.

Oscar

Esa tarde el anciano pateó, como otras tantas veces, a su pobre perro, que aulló de dolor provocando que su dueño soltara una sonora carcajada. A través de una ventana, Pedro, un joven de catorce años, observaba el triste espectáculo que se repetía, invariable e irremediablemente, cada vez que el anciano pasaba por su casa.
—No entiendo como una persona puede ser tan cruel— le dijo Pedro a su madre, mientras observaba como el anciano jaloneaba y pateaba a Oscar por detenerse a olisquear un árbol.
—Es la vejez que nos vuelve fríos y amargados— respondió ella secamente—. Sabes que nunca me han gustado los animales —añadió.
— Lo sé— respondió Pedro totalmente decepcionado.
Esperaba otra respuesta, pues producto de muchas reflexiones— pocos usuales para alguien de su edad— Pedro había concluido que la crueldad era la mayor forma de estupidez en el hombre. “La crueldad es el mayor indicio de que el hombre no es netamente racional y que aún conserva rezagos de su salvajismo: el hombre es instinto contenido por la razón”, aseveraba en soledad.
Pedro siempre fue un chico solitario y la amistad que nunca encontró en los otros niños la encontró en los perros callejeros que alimentaba todas las tardes. Siempre a escondidas de su madre, ya que sabía que ella nunca le hubiera permitido tener una mascota en casa por más promesas que este hiciera de ser totalmente responsable por el animal. Su madre siempre se negaba aludiendo a las múltiples ocasiones en que Pedro había roto muchas de sus cosas. “Si no cuidas tus cosas, mucho menos cuidarás a un animal”, siempre le repetía. Pedro aceptaba la imposición de su madre entre lágrimas: “Cómo puede comparar la vida de un animal con una cosa”.
Si alguien sabía de la relación de amistad que se podía dar entre un animal y una persona era él; una pareja de perros que vivían en la esquina de una farmacia eran sus favoritos entre los otros perros. Una de las tantas cadenas de farmacias se convirtió en su “lugar”. No se sabe de dónde vinieron o si tenían dueño. Uno siguió al otro, el macho fue el primero en encontrar un amigo en el guachimán que cuidaba la farmacia todas las noches. Pese a ser un perro de considerable tamaño era totalmente inofensivo: no ladraba ni gruñía a ninguno de los concurrentes a la farmacia, mucho menos peleaba con los otros canes. Su compañera vendría dos meses después y se quedaría con él, convirtiéndose los dos en los guardianes de la farmacia. Pedro les quería mucho y se mostraba sumamente alegre por la buena suerte que habían tenido aquellos perros. Siempre jugaba con ellos cada vez que su madre le encargaba comprar algo, más de una vez los perros le siguieron hasta su casa obligándole a regresar a la farmacia para que se quedaran allí.
Este fue uno de los principales motivos por los cuales Pedro nunca entendió, ni mucho menos aceptó, la crueldad del anciano hacia lo que él tanto anhelaba y siempre le fue negado. Este pensamiento siempre iba acompañado de un sentimiento de culpa por la suerte actual del perro; había sido testigo del día en que un hueso de pollo se convirtió en el anzuelo con lo que el anciano se ganaría la eterna gratitud del desafortunado perro callejero que a partir de ese momento se llamaría Oscar. El perro vino como los otros perros callejeros pero tuvo la mala suerte de tropezarse con el anciano.
Siempre intentó hacer algo para salvar a Oscar de la conducta irracional del anciano. Más de una vez le ofreció al anciano quedarse con Oscar si este le resultaba tanta molestia; pero solo lograba enojar al anciano: “¡Ladrón!, ¡es mío… es mi perro, yo hago lo que quiero con él, no te lo llevarás!”, respondía, con las venas marcadas en la garganta y casi ahogándose con su propia saliva. Pedro solo se limitaba a irse irritado. “Vaya viejo de mierda”, masculló una vez que le dio la espalda.
En variadas ocasiones trató de llevarse, ante el menor descuido del anciano, a Oscar a su casa; pero siempre que lo conseguía el perro regresaba con su dueño.
Su mayor y último acto de protesta lo realizaría mientras regresaba del colegio luego de haber estado jugando un partido con algunos compañeros de escuela. En un momento de ira, pateó su pelota contra la ventana del anciano; los ladridos de Oscar y los gritos encolerizados del anciano llenaron la casa.
— ¡Cómo no te amargas más de la cuenta y te mueres de un infarto! — gritó Pedro. Un pensamiento en voz alta que nunca debió salir de sus labios; el anciano identificó su voz, lo cual le valió una requintada por parte de su madre y un castigo de dos semanas en que se le prohibía salir a la calle. El hecho de salir en sí no le incomodaba en lo más mínimo, lo único que le molestaba era que no iba a poder jugar con la pareja de perros de la farmacia.
Horas más tarde, Pedro se despertaría en medio de la noche totalmente mojado en sudor frío: había tenido una pesadilla en la cual escuchaba a Oscar gimotear de dolor. Por unos minutos se quedó en la habitación atento al menor ruido que se produjese, pero terminó quedándose dormido de nuevo, preso del silencio. A la mañana siguiente descubriría para su desgracia, que Oscar tenía una pata lastimada, lo que le obligaba a cojear. Preguntando a los vecinos, estos le respondieron que el anciano les había dicho que un carro era el responsable de la cojera de su perro.
Era una mentira y Pedro lo sabía, sabía que el anciano era el responsable de la cojera del perro. El solo imaginar el rostro impasible del anciano mientras retorcía la pata de Oscar, la imagen del can temblando de dolor, totalmente indefenso, le causaba un horror indescriptible que le obligaba a pensar en otra cosa. No se sintió culpable de haber causado la ira del anciano, por el contrario experimentó un odio casi demoniaco hacia él, a quien empezaría a referirse de a partir de entonces como “viejo decrépito”, pues para Oscar la decrepitud no era solo cuestión de edad, sino decadencia en todo sentido.
El encierro en su casa solo logró que la pena que sentía por el pobre animal fuera reemplazada por un profundo e indomable odio hacia el causante de las penurias de Oscar. Las fantasías de castigar al anciano por su crueldad invadían cada vez con más intensidad y vivacidad la mente del muchacho. Las fantasías prontamente derivaron en planes para llevar a cabo la venganza, el rescate del can. “Me llevaré a Oscar conmigo pero no sin antes darle a ese viejo decrépito lo que se merece”, se repetía una y otra vez de forma compulsiva en la soledad de su habitación.
Las dos semanas pasarían fugazmente y una vez que se encontró libre de su castigo, Pedro se pasó los días subsiguientes observando, cada vez que podía, el recorrido diario del viejo, esperando encontrar el momento y el lugar exacto para llevar a cabo, en sus palabras, “su justa empresa”.
Con el tiempo logró determinar que el anciano iba todos los domingos a las tres de la tarde a ver al equipo local de futbol jugar un partidito. Era a las 5 de la tarde cuando el parque solo tenía como compañía al anciano y a Oscar. Pedro se limitaba a ser un observador, siempre con la intención latente de llevar a cabo “el plan”; sin embargo, faltaba algo que lo llevara a la acción: un detonante.
El día llegaría un caluroso domingo lleno de dolor, ira y tristeza. El parque se hallaba solitario, solo se encontraba acompañado por el anciano, que reposaba bajo la sombra de un árbol, y Oscar, que se movía de un lugar a otro jugueteando con una mariposa que volaba bajo; Pedro sonriente se complacía observándolo. Fue un momento de calma, demasiado perfecto para seguir existiendo. Una muestra de cariño de parte de Oscar le hizo hervir la sangre al anciano: Oscar se acercó a lamerle la cara mientras éste dormitaba. Enfurecido, el anciano se levantó y le pisó la pata herida. Este acto constituyó el detonante que desfiguraría la sonrisa de Pedro en una mueca de odio, casi demoníaca. A partir de ese momento, todo el odio que se había estado acumulando en él se apoderó de cada uno de sus actos.
Como un demonio, arremetió contra el anciano tirándolo al suelo y, no contento con eso, empezó a patear al anciano sin medir ninguno de sus golpes. Los aullidos de dolor del anciano solo parecían acrecentar su ira. Estaba totalmente fuera de control, cegado por la ira, no podía advertir que Oscar mordía la basta de su pantalón intentando detenerlo. Golpeó al anciano una y otra vez hasta quedar sin aliento.
— ¡Te lo mereces, viejo de mierda! — gritó el muchacho totalmente agitado—. Ahora sabes lo que se siente, espero… ¡que lo disfrutes!
El anciano solo se revolvía de dolor, sangrando por la boca, mientras hacía grandes esfuerzos por tomar bocados de aire.
—Tranquilo muchacho, te llevaré conmigo, estarás bien— dijo Pedro — por fin lo había hecho—, sonriendo mientras se arrodillaba y estiraba su mano para cargar a Oscar, que se encontraba gruñendo. En sus brazos, el perro, totalmente asustado, respondió oprimiéndole con fuerza la mano entre sus fauces.
Pedro, totalmente atónito por la actitud del animal, se quedó observando como Oscar, en cambio, lamía al anciano que se encontraba gravemente herido. Solo allí fue consciente de lo que había hecho. Se abrazó con fuerza así mismo y, sin decir palabra alguna, se dirigió a su casa mientras el sol se ocultaba. Lágrimas resbalaron de sus mejillas y solo un pensamiento invadió su mente: “Qué noble eres, Oscar, y que animal es el ser humano”.

0 comentarios:

Publicar un comentario