Cartas Azules: Demasiada presión

CUARTO CAPÍTULO

Kodolf es una ciudad con mucha más vida que el lugar que dejamos muerto. Los comerciantes venden toda clase de productos, entre telas, pieles, frutas y animales raros, todos en oferta. En fin, se puede decir que es un lugar con mucho movimiento de productos.


Caminamos cubiertos por una especie de sobretodos, prefiero decir que lo hacíamos encapuchados, bajo un sol infernal y todo por mantener el perfil bajo de forma excesiva. No entiendo el motivo de tanto misterio, y… En verdad nunca le encontré el sentido a ese tipo de cosas, digo a las “misteriosas”, de Alison nunca intenté entenderlas, se me hacía muy difícil, tan solo me contentaba con disfrutar de ellas. Debo admitir que extraño sus interminables preguntas repentinas y sus constantes respuestas a medias, todas acompañadas de unos ojos, una mirada, que me comprometían a acompañarla por un rato más, sin estar obligado.

Estrada me sacó de aquel mercado infernal, al menos eso me pareció, y me llevó a algo que en mis tiempos se le denominaba templo. “Me puedo quitar esta cosa”, pregunté porque ahora temo tomar decisiones propias, temo hacerle daño a alguien. “Todavía no, espera a que lleguemos al centro de esta plaza, por lo pronto límpiate, sécate el rostro”. Llevaba la frente húmeda por el sudor.

Mientras caminaba y hacía lo que Estrada pidió, observé que el lugar estaba colmado, infestado, de encapuchados como nosotros (para ser exactos podría decirse que estaban “ensobretodados” o encaperuzados), todos del mismo color tierra y con una misma encorvada forma de caminar.

Apresuré el paso para llegar rápido a donde dijo mi acompañante, al centro de la plaza de aquel palacio donde había una fuente de agua cristalina. Sin darme cuenta dejé algo retrasado a Estrada y lo perdí en un mar de encapuchados. “Listo”, dije al llegar a la fuente, me quité la capucha y… cuando estuve apunto de coger el agua para refrescarme el rostro… Noté que todo el mundo se detuvo a observarme. No puedo especificar el número de ojos fijos en mí, solo puedo decir que ellos se dividían entre sorprendidos, desconcertados e indignados. No me moví en lo absoluto y traté de mantener una expresión fría, pese a lo acalorada de la situación y el traje.

Una figura encapuchada se me acercó, subió a la pileta y se despojó de su cubierta marrón, era Estrada. Llevaba el traje blanco con bordes dorados, parecido al azul que llevaba bajo el abrigo, además de algunas joyas doradas, de oro (supongo). Todos los demás tipos ahí presentes, al verlo, se arrodillaron, le brindaron una interminable reverencia.

«Olvidé decirte que aquí tú y yo somos dioses» «Pequeño detalle», le dije y me quité el disfraz misterioso. Mi traje azul cielo brillaba bajo las luces del sol, aún más por los hilos dorados de mi cuello, hombros, cintura y muñecas. Subí a la pileta y me arrojé al agua, di vueltas como loco sobre ella y llevé mi puño al cielo, tras lo que se oyó un grito ensordecedor. Estrada dijo que fue una loa, y yo sin saber lo que eso significaba.

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