Suéter rojo II

Lo prometido es deuda. ¿En serio? Sí, señor multipolar, lo prometido es deuda, y esto es Suéter rojo, segunda parte [ *-* ]


.+.+.+.+.+.+. Suéter rojo II: De un lado al otro de la ventana.+.+.+.+.+.+.

Ahí estaba él otra vez, pasando de un lado al otro de la ventana. Diminuto, como en realidad no era, arrastrado, quién sabe por qué a quién sabe dónde. Ciertamente un tipo nada especial, pero ahí estaba, y si “otra vez” porque alguien más sí lo consideraba especial. Lo miraba cada día desde la ventana, su único contacto directo con el mundo exterior. Ahí estaba ella, sola, al igual que él, y sin embargo con una soledad más solitaria, excesivamente distinta.
Sola, igual que siempre, en una cama de la que no podía salir nunca por indicación de su médico, lo suficientemente cerca de la ventana como para ver a través con simplemente sentarse, posición única desde la cual le era posible hacer lo que más disfrutaba: leer, dibujar y conversar con su hermana, que se aparecía un par de veces a la semana. Aparte, solo la visitaba, tres veces al día, una enfermera, a tomarle el pulso y preguntarle si estaba bien. Como si fuera bueno estar postrada en una cama tres años enteros y no saber por cuánto tiempo más, con el miedo inevitable a una muerte triste y solitaria, que se hacía aún más temible cuando se volvía una costumbre.
Ante tal angustia, mirar por la ventana esperando a esa misma persona asomar su figura por alguno de los márgenes y dirigirse hacia el otro, hacia su desaparición, detrás de una fría pared de concreto que nunca podría mirar desde afuera, y sentirse llena y feliz por unos instantes del día, imaginándose a su lado, acompañando su siempre desconocida caminata; todo esto y sus implicancias hacían fuerza común en una lucha que estaba resignada a perder.
Todos los días, mirando fríos gigantes de concreto, el asfalto oscuro y sus líneas blancas, un semáforo del que no alcanzaba a ver las luces... Su único paisaje disponible, tan monótono, tan sobrio, tan fácil de convertirse en un elemento de incontenible hastío.
— Y aún así… no quieres cambiar de habitación. Hay un bonito jardín del otro lado. ¿Por qué insistes en quedarte?
— ¿Por qué insistes en sacarme de aquí? —lo dijo sin pensarlo. Sacarla de ahí, no solo de la habitación, sino de ese lugar, de ese edificio, llevarla de nuevo al mundo, a reencontrarse con éste y disfrutar de la vida y de los días, de sus días de libertad, de no vivir atada a una cama, de ver más allá de su ventana y a alguien más que a la enfermera o a su hermana. Su deseo, o su deseo en apariencia, el más fuerte de todos los suyos. Incluso más que el de simplemente ver pasar a ese joven con el que se imaginaba los días y las calles en una ciudad de hierro y concreto, pero más allá del frío y de la soledad. Libertad. Como si fuera tan sencillo como pensarlo… ¿quién era ese médico?, ¿qué sabía él de la libertad, si la estaba confinando a una habitación y nunca se dignaba a aparecer?, ¡¿qué sabía?!, qué podía saber?! Nunca, probablemente nunca había reducido su vida a una ventana ni a una habitación, aunque sí tal vez, pero parcialmente, a un edificio de mal gusto, lleno de cuerpos extraños encerrados como bichos raros a los que sin embargo hay que alimentar. Y de eso se encargan las buenas hermanas, que se acercan incluso temerosas a ellos, cual si les resultaran repugnantes o peligrosos.
Ella no era un bicho raro, pero así se sentía, así solía sentirse. Al menos hasta que aquél aparecía en la ventana y lo seguía con la mirada. ¡Qué dicha!, no todo estaba perdido, o eso pensaba, pero “¿por qué insistes en sacarme de aquí?”. Él era su excusa para permanecer inerte, inmóvil, en una habitación con la peor de las vistas.
Casi siempre se imaginaba a su lado. Había veces en que prefería tan solo observar de lejos, mientras que otras en las que se proyectaba a sí misma allá abajo, tan cerca de él, prestándole atención a lo más mínimo, a lo aparentemente poco importante, pero que suele consolidar mejor que la hechicería o la pasión una idea de auténtico amor. ¿Lo era éste?, ¿lo era? Debía serlo, de otra forma nada tendría sentido, ni siquiera asomar la vista por la ventana.
Se imaginaba, sí, y sentía sus pies sobre el asfalto y al viento en su cabello, pero principalmente lo sentía a él, rozando su brazo con el suyo, y casi las manos, que se resistían tímidamente a tocarse, a sostenerse la una a la otra y jugar al columpio, pues un vaivén era también su sentir. Su corazón latía fuertemente de lo emocionada, de lo nerviosa. Nunca sabía qué decirle, aunque lo pensara mucho; su miedo a equivocarse, a romper de la manera más tonta con el ambiente de cálida ternura, en el que un gesto dice mucho y las palabras sobran, ese indescriptible miedo la mantenía en silencio. Pero ella creía que sí hacían falta, que era necesario, y que ambos podrían mantener agradables conversaciones por horas de horas, o el tiempo que tomara pasar de un lado al otro de su ventana.
Se veía a sí misma acompañando el camino solitario de aquél, con sus pasos, con el choque de brazos y el roce de manos; con sus ojos marrones y su cabello rojizo y su suéter del mismo color. Se veía, no se imaginaba. Se veía. Algo inconcebible, pues pertenecía a un mundo invariable, una pequeña habitación de hospital, no al mundo de afuera, más allá de la puerta que la confinaba o la ventana que la había terminado por convertir en una conformista con la vida. No debería ser posible, pero se veía clara y nítida, como si no fuera ella, o como si de alguna forma se hubiera desdoblado.
A menos que no fuera ella.
Inconcebible. Alguien más camina al lado de él.
Pensó que sería una ilusión, se frotó los ojos con las manos y se mantuvo atenta, por no perderse cada instante.
Alguien caminaba a su lado, y no era ella, no podría, aquella otra era libre. Libertad. Ese concepto aún no la convencía y tendría que terminar optando por odiarlo. Libertad, aquello que le hacía falta, pero que no era más importante que ver cada día pasar a un joven desconocido.
Observaba sus pasos, su cabello movido por el viento y el roce tímido de sus brazos, que poco a poco se acercaban para finalmente permitirles a sus manos tocarse y asirse en el espacio. Lo veía y no era ya capaz de sentir ni el asfalto en sus pies ni el viento en su cabello ni a él, sino una fuerte presión en el pecho y un poco de dificultad para respirar correctamente. Le faltaba el aire, y también él. Principalmente él. Y odiaba sin compasión a esa mujer de rojo, pero aún más a sí misma; se odiaba por lucir como ella.
La desesperación, pero principalmente la incertidumbre por lo que realmente sucedía allá abajo entre esos dos, estaba a punto de hacerla llorar.
Rojo. El color de su suéter.
Sintió asco y se lo quitó, pero sus pocas fuerzas en ese momento fueron absorbidas por las lágrimas.
La prenda cayó sobre la cama, un poco más allá de sus pies.
Rojo.
Estaba decidida a hacerlo desaparecer.

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Extraño... el incompetente de Zack Zala ríe y recuerda que no suele usar ropa roja. Presiente que la suerte lo acompaña y nadie lo hará desaparecer desde una habitación de hospital o la CIA.... Gracias por leer.

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