miércoles, 24 de septiembre de 2014

Sobre Paracelso y su pequeño humano artificial

Hola, hola, volvemos tras la convocatoria. Hoy se conmemora un año más de la muerte de Paracelso, célebre alquimista (sí, de esos que buscaban la piedra filosofal) de la Edad Media, quien se atribuyó la capacidad de crear un homúnculo, es decir un hombrecillo, por métodos artificiales. Además, Paracelso era un médico rebelde que prefirió comprobar él mismo la ciencia antes que repetirla a ojos cerrados, como hacían en su tiempo. Se dice que quemó importantes libros de ciencia a modo de rebelión y que fue el primero en escribir y hablar de ciencia en otro idioma que no fuera el latín (en alemán). En fin... hoy nos centraremos en la creación del homúnculo y las supuestas creencias de Paracelso. Ya los dejo tranquilos. Adelante...

.+.+.+.+.+.+. El homúnculo de Paracelso.+.+.+.+.+.+.

Para el día cuarenta, la formación viscosa al interior del frasco comenzó a palpitar, comprimiéndose y expandiéndose como un corazón. Su creador aún no sabía nada, había pasado semanas esperando ver algo, escuchar algo desde la esquina de su taller, un lugar casi invisible para cualquier visitante, un lugar de aparente quietud, pero del que provenía un olor desastroso a putrefacción. Paracelso equilibraba el olor con un perfume fabricado por él mismo con la dosis exacta de azufre. El taller de un alquimista como él debía estar lo más en sintonía posible con el cosmos para evitar accidentes. Así, lo que ocultaba en esa esquina formaría pronto también parte de su éxito debido a su absoluta pureza.

Se había dormido sobre los manuscritos cuando fue despertado por un ligero y extraño sonido, como si alguien, quizá un niño, se hubiese escabullido en su taller para jugar con sus utensilios. Al abrir los ojos, alarmado, no encontró a nadie, al girar la cabeza, no encontró a nadie, pero algo tenía seguro: no estaba solo en ese taller, pues continuó escuchando esos pequeños golpes que, completamente despierto, advirtió que provenían de aquella esquina. Los ojos se le agrandaron. Se acercó murmurando hacia allá. ¿Será posible?, se decía, y reía muy bajito, como si los sonidos fueran parte de un importante discurso que no podía perderse.


Completamente a la esquina estaba aquello, una caja maloliente de madera de aproximadamente un metro de lado. El olor era lo de menos para el alquimista en ese momento. Era como un baúl, al abrirlo, era evidente la putrefacción de su contenido, si Paracelso no desmayó entonces fue probablemente por la emoción. Dos placas de madera aseguraban el contenido putrefacto de la caja, pero tenían al centro una pequeña abertura, por la que salía la boca de un frasco de vidrio, taponado con un corcho. El recipiente vibraba con cada golpe. Paracelso sabía lo que estaba pasando, por lo que se apuró a destapar el frasco sin pensarlo mucho, pero aparentemente la presión al interior de éste dificultaba la tarea. Si el alquimista no lograba retirar el corcho, su creación terminaría ahogándose en estiércol. Lo echaría a perder todo.

Empujó la caja al centro del taller, esperando que alguna de sus herramientas lo ayudaran en el proceso, dejando en el camino un rastro de mierda. Tenía la peligrosa idea de hincar el corcho para perforarlo, podía dañar al único espécimen de su tipo si cometía un error. Paralelamente, los golpes al interior del frasco se hacían más fuertes, se escuchaba un palpitar de cristal ocupando todo el taller, como si alguien estuviera picando el piso o como si el taller tuviera vida propia y le hubiera crecido un corazón.

El miedo a matar él mismo a su creación detuvo su proceder con agujas y prefirió buscar las llaves para abrir las placas que encerraban el frasco en la caja. Tras cuarenta días, había olvidado por completo el lugar en donde estaban, o quizá lo olvidó por la tensión del momento. De modo que solo tenía una salida: romper la caja y salvarlo.

Así, con unas piezas de metal, comenzó a forzar las uniones. Vio salir larvas blancas de las pequeñas aberturas, habían sobrevivido gracias al estiércol, y éste se había deshumedecido adquiriendo la forma interna de la caja. Eso lo hacía más sencillo para él. Quitó sin temor las piezas que constituían una de las paredes de la caja, retiró las tablas que encerraban el frasco y logró extraerlo. Su semilla convertida en una creatura pura, completamente transparente, pero de forma inestable, como el lodo, pero sin ningún rastro de suciedad, en completo y natural equilibrio con el macrocosmos. Observó el frasco con un gesto de triunfo mientras éste aún era golpeado desde el interior. Se dio cuenta de que debía sacarlo de ahí, pero ya era muy tarde. El último golpe del pequeño homúnculo quebró el cristal en las manos de Paracelso, hiriéndolo levemente. La creatura cayó sobre sus manos. Era completamente viscosa, por lo que el alquimista pensó por un instante que había muerto al solo contacto con el aire. Sin embargo, no pasó mucho para que comenzara a contraerse, configurándose una figura humanoide. Un homúnculo que, para su sorpresa, se pegó a su mano derecha, exactamente sobre uno de sus recientes cortes. Parecía absorber la sangre de la herida en completa calma. Su creador lo observó atentamente. Debía tener aproximadamente treinta centímetros de tamaño y, por la transparencia de su cuerpo, parecía no tener órganos. Aún así, podía ver cómo su propia sangre era absorbida por el pequeño humanoide, y aparentemente purificada, convertida también en transparencia. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que su viscosidad disminuía para adquirir una consistencia gelatinosa.

Una persona diminuta dentro de un esperma, dibujado por N. Hartsoecker en 1695
El homúnculo se despegó de su brazo y cayó al piso sobre sus propios pies. Volteó el rostro hacia Paracelso, aunque quizá sería más preciso decir que no tenía rostro, solo era posible identificar sus ojos en dos puntos rojos, como la sangre que acababa de tomar como alimento.

Para suerte del alquimista, el homúnculo comenzó a seguirlo a todos lados, a ver lo que él veía, a intentar tocar lo que él tocaba, quizá imitándolo, quizá explorando el mundo a su alrededor. Pero no podía dejar que nadie lo viera aún, si no estaba seguro de si aquello estaba vivo realmente o se trataba más bien de un ser distinto, quizá inmortal. Así que lo encerraba siempre bajo una cúpula de vidrio con agujeros cuando salía del taller.
La creatura se subía a veces a sus hombros para ver mejor, y por ser extremadamente ligera no le hacía ningún problema al alquimista, quien comenzó a creer que no sería mala idea enseñarle algo. Entonces le enseñó, y cuando menos lo esperaba, el homúnculo comenzó a alcanzarle herramientas y a seguir instrucciones simples. Se convirtió rápidamente en su ayudante. Uno que requería dosis de sangre como único pago. Por supuesto que, para evitar herirse continuamente, hizo un pequeño depósito del que le daba de beber cuando era preciso. Esto así, Paracelso comenzó a creer pertinente exponer su creatura entrenada al público, en una demostración de sus experimentos.

Para evitar sorpresas, decidió invitar a un hombre común a su taller. La idea era ver la reacción del homúnculo ante nuevas personas. El hombre se asustó al verlo, pensando que se trataba de un duende, pero la creatura no se inmutó en lo más mínimo. Paracelso concluiría que no sentía miedo, o quizá no era capaz de sentir nada. Este comportamiento lo llevó a pensar en lo que había hecho, en que quizá esta creatura no tuviera ninguna relación con el hombre. ¿Se trataba el homúnculo también como un microcosmos? Aparentemente, obtenía subsistencia de su sangre y eso le permitía mantenerse en equilibrio, pero ¿por qué era tan distinto a un ser humano? Sus preguntas quedaron sin responder por algún tiempo, mientras no dudó en hablar de su creación. Su teoría ahora era que la creatura aún estaba incompleta. Necesitaba algo más para ser perfecta, pero no se le ocurría qué.

Una mañana, Paracelso debía viajar a la ciudad de Basilea para ver a un paciente, Johann Frobenio, reconocido impresor protestante, además de amigo cercano de Desiderio Erasmo de Rotterdam. Le tomaría un par de días, y para no poner en peligro a su creación, ideó un mecanismo que le administrara la dosis indicada de sangre, procesada para evitar su descomposición, y lo incorporó a la cúpula. Se despidió, prometiéndole volver pronto, aunque según sus especulaciones sobre la naturaleza de este ser, lo más probable era que no fuese capaz de extrañar o sentirse solo.


Le sucedía a Frobenio que tenía una infección gangrenosa en el pie izquierdo que ninguno de los médicos que lo habían visto eran capaces de curar. La única cura parecía ser amputarlo, pero las voces sobre Paracelso, su rebeldía y su extremo cuidado con sus pacientes convencieron tanto a Frobenio como a sus allegados de que no podían tomar acción alguna sin antes conocer su ciencia.

Cuando llegó, el alquimista fue bien recibido y tras observar la infección dijo ser capaz de curarla. Aunque suponía un reto también para él, encontrar el equilibrio para algo tan avanzado como eso sería una confirmación total de su método y filosofía. Así que comenzó preparando algunas soluciones que durarían algunos días. De vuelta en el taller, mejoraría la fórmula y la enviaría con cierta periodicidad. Sin embargo, Erasmo le propuso a Paracelso mudarse a Basilea, de modo que tuviera más cerca al paciente y no perdieran tiempo en viajes. Le ofrecieron una suma importante para el traslado, así que sin dudarlo aceptó. Después de todo, siempre había estado viajando.


Al día siguiente, el alquimista regresó a su ciudad. Cargaría todas sus cosas  y abandonaría cuanto antes el taller en el que se estableció por algunos años. Era de noche cuando llegó. Al abrir la puerta, escuchó un extraño sonido provenir del fondo de la habitación. De inmediato comprendió que el homúnculo había escapado, y se apresuró a encender una vela. En su búsqueda a oscuras se hirió un dedo con fragmentos de cristal. Escuchaba claramente que se movía y rompía cosas. Le habló, como usualmente, para que se acercara, le dijo que no estuviera asustado, aunque no creía que lo estuviera, pero la creatura no parecía obedecer. Se sintió estúpido al dudar por un momento de su propia teoría. Efectivamente el homúnculo no tenía emociones, y eso significaba no solo que el único con miedo en ese momento era él, su creador, sino que además de todo, si poseía un instinto, se entregaría a éste de forma automática. Ese instinto, por lo tanto, sería la columna vertebral de su comportamiento, pero, ¿por qué había aprendido?, y ¿por qué lo había hecho tan rápido?, ¿por qué hizo caso antes y ahora no? No se trataba, como había pensado, de un animal capaz de ser domesticado, y si quitaba las emociones del asunto, tampoco habría posibilidad de que el homúnculo le ganara rencor por dejarlo solo. Es más, estaba completamente seguro de que era incapaz de sentirse solo. El único con miedo allí era él, sí, Theophrastus Paracelso, el alquimista que, en la oscuridad de su taller, encendía una vela ya consumida a la mitad y cambiaba su expresión de miedo por una de espanto al ver, descubierto por la luz, un reflejo de sí mismo, desnudo, al otro extremo de la habitación, un hombre idéntico a él, excepto porque no parecía perturbado al ver una réplica de sí mismo. Sí, idéntico a él. Olvidó el homúnculo y de lo que pudiera lograr con él, olvidó su teoría sobre su instinto de alimentarse de sangre, pero lo recordó inmediatamente al advertir que su doble era diferente en algo más: sus ojos eran completamente rojos, del mismo color que la sangre fresca en su dedo, o que los ojos redondos del homúnculo. A un lado, entre el desorden, la cúpula estaba hecha trizas y su invento de dosificación de sangre vaciado. Probablemente iría por más. Recordó que aún tenía un experimento en la caja de estiércol . Se acercó a ella, mientras era seguido por la mirada incansable de su otro yo, y le prendió fuego. El taller no tardó en arder. Encerró al homúnculo, que probablemente sería incapaz de comprender la conducta de su creador. Imploró perdón a Dios por haber creado un ser sin alma.

.+.+.+.+.+.+.+.+.+.+.+.+.
Bien, eso es todo por ahora. Creo que es casi la primera vez que pruebo con un relato de este tipo, oscuro de ese modo, quiero decir. En fin, gracias por leer. Y, ah, gracias a los que participaron en la convocatoria, ya tenemos nuevo equipo, y comienza a integrarse. ¡Saludos!

domingo, 31 de agosto de 2014

Sublevación de la Escuadra en Coquimbo

Hola a todos. Estoy reincorporándome (ni siquiera sé cuántas veces he ido y venido de este blog) a Errror de Imprenta. Y deseo hacerlo con este relato que he disfrutado mucho al escribirlo, ya que me hizo recordar muchos buenos ratos que pasé leyendo ciencia ficción. 

La ficción que he escrito hoy trata sobre el inicio de una sublevación ocurrida en Coquimbo, la cual se originó por la reducción salarial de los miembros de todas las fuerzas armadas chilenas, entre el 31 de agosto y el 7 de setiembre de 1931.


Espero que disfruten el relato, no sin antes recomendar que reproduzcan este video mientras leen los párrafos en cursiva.


Galaxy Wars – Episodio XVIII 
La sublevación de la Escuadra.


Luego de los acontecimientos ocurridos en la primera gran guerra galáctica, se presentó una terrible crisis económica que afectó a toda la galaxia habitada por el hombre, inclusive en aquellos planetas en que ni siquiera se tenía conocimiento.
 En el sector sur de la galaxia, las cosas no pintaban bien para los habitantes del planeta Santiago. El que se consideraba como el planeta más próspero del sector, sufría una grave crisis económica. Es por ello que el gobierno de Santiago decidió aplicar una serie de duras reformas para todos los militares, reduciéndoles  casi el 50% de su sueldo.
 Los ánimos empezaron a caldearse entre los miembros de las Fuerzas Armadas, pero ninguno se atrevía a actuar. Esto cambió cuando un grupo de tripulantes de la poderosa nave de batalla interestelar  “Latorre” decidiera sublevarse contra el gobierno de turno, pidiendo una serie de reformas. Esta sublevación se propagó a todas las naves ancladas en la estación estelar de Coquimbo e inclusive a otras más ubicadas en distintos lugares cercanos al sistema planetario de Santiago.
 La revolución se inició en la noche del día 31 de Agosto de 1931 N.E.G (Nueva Era Galáctica), cuando todos los oficiales superiores del “Latorre” fueron encerrados en sus camarotes.

- Abre la maldita puerta, R. Manuel Astica- gritó el comodoro Alberto Hozven, jefe de la tripulación y máxima autoridad a bordo de la nave.

- Lo siento mucho, Comodoro – respondió al otro lado de la puerta  R. Manuel Astica, un cabo recientemente incorporado a la tripulación.

- ¡Obedece, Robot! ¡Te estoy dando una orden! Las tres leyes de la robótica te obligan a obedecerme. ¡Abre la maldita puerta!

 - Lo  siento mucho, Comodoro – repitió R. Manuel – Por su seguridad, no le puedo dejar salir. No se preocupe, recibirá los alimentos en el momento que los solicite. No sufrirá ningún daño. Por el contrario, no puedo asegurar su seguridad fuera del camarote.

- ¡Mientes, pedazo de hojalata! ¡Tú estás de lado de esos traidores!
 
- Comodoro, no se preocupe, cuidaré de usted y no sufrirá ningún daño. Lo dejaré salir cuando los reclamos de los sublevados sean escuchados, es lo mejor que puedo hacer, es por su seguridad.

- ¡Te convertiré en chatarra! ¡Mejor aún, te desintegraré! ¡Ni tus moléculas serán reconocibles! ¡Oye bien mis palabras, robot!

- Comodoro, si me disculpa, tengo que retirarme. Si necesita alguna otra cosa, no dude en llamarme.

R. Manuel Astica se retiró rápidamente del lugar. El robot con apariencia humana se dirigía hacia la sala de máquinas, intentando ubicar a algún otro integrante de la tripulación. 
Estando a escasos pasos de la puerta que lo llevaría a su destino, escuchó varios pasos. Eran repetitivos y resonaban fuertemente. Podía escucharlos cada vez más cerca, hasta que finalmente pudo reconocer al que los originaba  Era el comodoro Hozven, el cual se las había ingeniado para escapar de su camarote y así perseguir al que según sus sospechas, era un traidor.

- Comodoro – se limitó a responder R. Manuel, aunque no lucía sorprendido.

- Robot, antes de destruirte, me vas a responder unas cuantas preguntas.

- Comodoro.

- ¿Quién propició esta revolución?

- Yo, señor.

- ¿Qué? – el comodoro Hozven se quedó ligeramente pasmado, unos segundos, después se echó a reir- ¡Ja! ¿Un robot organizó esta revuelta?

- Sí, señor. Los tripulantes se encontraban muy inquietos. Deseaban sublevarse. Pero tenían miedo. Yo intenté comprenderlos, pero dado que mi cerebro positrónico no puede procesar ni generar emociones, no lo logré. Así que les sugerí que lo hicieran. Que se sublevaran, pero de forma pacífica.

- Estupideces. Tú estás  programado para obedecer prioritariamente a los oficiales de alto rango. Lo normal sería informarme directamente a mí sobre la revuelta, pero no lo hiciste. – el comodoro le dedicó otra sonrisa al R. Manuel, pero esta era siniestra-  No importa, lo averiguaré yo mismo. Descubriré a tus cómplices. 

Dicho aquello, el comodoro desenfundó un pequeño aparato de color negro, que de un momento a otro, expulsó un haz de luz  color azul. 

- Señor, los sables de luz han demostrado su ineficacia y peligrosidad en la gran guerra. Le pido que por favor guarde esa  arma y regrese a su camarote. Puede que… 

R. Manuel no pudo completar la oración. El comodoro se abalanzó contra él, intentando cortar con su sable de luz al cerebro del robot humanoide. R. Manuel esquivó el primer golpe e intentó detener el segundo, pero los movimientos del comodoro eran más rápidos que sus reflejos, así que perdió todo su brazo derecho con un limpio corte.  El Comodoro retrocedió tres pasos y volvió a sonreír.

- Alto, robot, me haces daño. – pronunció Hozven.


 R. Manuel se quedó inmóvil por unos instantes. La primera ley de la robótica le impedía hacer daño a cualquier humano. No importa si fuese real o mentira, aquellas palabras lo detuvieron  el tiempo suficiente para que el comodoro asestara su golpe final.
 No sucedió así. El Comodoro no logró completar su golpe. Con un grito, soltó el arma y cayó al suelo. R. Manuel se acercó inmediatamente a inspeccionar la herida, pero no había absolutamente nada.

- He colocado el látigo neurótico a su más baja potencia – respondió Ernesto González, suboficial perceptor y camarada sublevado de R. Manuel-  No te preocupes.

- ¡Tú! ¡Traidor! ¡Que la Fuerza y la patria te juzguen, sabandija! – dijo el comodoro, aún adolorido.

- Todos somos la patria, Comodoro. No solo usted y los grandes militares y gobernantes de Santiago. Le voy a pedir que coopere, señor. No quiero perturbar a mi camarada Manuel. 






El comodoro Hozven comprendió que la situación era desfavorable, así que decidió mantener la calma y seguir las instrucciones. Los tres se dirigieron a otro camarote, donde el comodoro permanecería recluido.  Ernesto revisó las vestimentas de su antiguo superior, verificando que no tuviese alguna otra arma. Seguido esto, le pidió que ingresara a la habitación. 

La puerta electrónica se cerró automáticamente. Acto seguido, ambos sostuvieron una breve conversación:


- ¿Qué haremos ahora, compañero Ernesto?

- Tú te comunicarás con las autoridades del puerto estelar. Yo me encargaré de hablar con las demás naves.


 … y así la Sublevación de la Escuadra se llevó a cabo. Pese a los intentos de  negociar por parte del gobierno de Santiago…

sábado, 30 de agosto de 2014

Ishi, el que perdió su nombre

Ho..la. C..creo que me he vuelto tímido, que tengo pánico escénico o que me dé miedo despertar al blog, que ha estado algo dormido.
Ishi, un nombre dado por antropólogos, a un indígena norteamericano de una tribu que, para ese momento, se creía extinta, bajo la mano de los blancos. Ishi el indígena que, obligado por el hambre, se encontró robando y luego fue llevado a una Universidad para que los antropólogos pudieran conocer más de la tribu de los Yahi.  Explicación: los Yahi no daban su nombre a enemigos y la única forma de obtener el nombre de uno era que un amigo en común lo presentara. Tampoco pronunciaban el nombre de sus muertos. Así:


Ishi, el que perdió su nombre


Bajo un cielo que oscurecía por nubes grisáceas, llegó un hombre que había perdido su nombre. Estaba cubierto de mugre y sudor, herido y hambriento bajo días crueles. Había aceptado que su soledad estaba escrita bajo viejas historias de su tribu y comprendía que el odio solo lo privaría de sobrevivir… además de eso, tenía miedo. Era como un globo incontenible que crecía bajo su pecho y peligraba con explotar en cualquier momento.
Aceptó el nombre de Ishi dado por un antropólogo de la Universidad de California, lo aceptó bajo la realidad que se perpetuaba por sus tradiciones.
“No tengo nombre, ya que no hay quien me nombre.” No había ningún amigo que lo llamara por su nombre ni nadie que lo presentara a desconocidos, su nombre daba lo mismo decir que estaba perdido o que lo había olvidado para él. Su nombre y el nombre de las personas que quiso, también estaban perdidos. Cada vez que se refería a su abuela, a sus hermanos, a sus padres, a sus primos, nunca decía sus nombres.
“Es parte de nuestras tradiciones nunca mencionar el nombre de alguien que ha muerto.” 
Ishi había nacido para perderlo todo. Eso era algo que aceptaba. Lo recordaba en las palabras de su abuela que ahora sonaban cada vez más distantes. 
Ahora perdía su vida, lentamente; había tomado las comodidades de la civilización para sobrevivir y la que lo había salvado, le otorgaban innumerables enfermedades que nunca había sufrido en su vida al aire libre. Así, un médico americano se había vuelto uno de sus más grandes confidentes, ambos hablaban siempre de cómo cazar. Saxton Pope era un cazador experimentado, pero podía aprender un par de cosas de alguien que había vivido en los bosques de California toda su vida.
El indígena sabía que perdería su vida en unos cuantos años y guardaba todavía su secreto más grande. 
A veces, en la noche, oía disparos de escopeta. Sentía como lo halaban, como lo cargaban a cuesta. Oía el miedo en los gritos; el dolor… y entre esos estallidos y gritos, risas y palabras ininteligibles. Odiaba hablar inglés, el suyo era un acento roto que no respetaba nada de aquel idioma. Odiaba a los blancos o los había odiado la mayor parte de su adultez.  Recordaba entre esos violentos sueños una cosa más. Era una suerte de saber que no tenía por qué poseer. ¿Cómo un nativo podría saber cómo murieron unos cuantos pistoleros que había aniquilado a la mayor parte de su tribu?
Robert Anderson. Era un nombre que había escrito en tierra mojada desde que era un chico, siempre huyendo por miedo a que más blancos fueran a por ellos.
Lo había visto morir en un sueño que había sido tan vívido que recordaba haber sentido la sangre bajo sus pies desnudos. Lo había visto gemir “lo siento, lo siento, lo siento” como un desquiciado. Hablándole a nada o lo veía a él y cuando Ishi volteaba para atrás, no miraba a nadie. Había sangre salpicada. Robert Anderson despedazado,  en el suelo, balbuceando un inglés que de repente a su corta edad, era totalmente entendible.
Pronto, bajo el paso de los años, sucedería un segundo evento. Ya era un adolescente y poco recordaba de la masacre además de un aguerrido odio hacia la civilización. Los Yahi se habían dividido en distintos grupos, la antigua tribu de 400 indígenas se había dividido en varias de 50 miembros que apenas hacían lo justo para sobrevivir.
El primer disparo despertó en él pánico. Dormían en una cueva que solo tenía dos salidas, una que, bajo una caída, daba directo al río y la otra, tapada por cuatro vaqueros que disparaban sin piedad. No pudo ver sus caras ni oír sus voces. Solo oyó el miedo y la desesperación. Muchos murieron en la caída, eran muy jóvenes o viejos. Sobrevivieron su abuela, su hermana, su tío y algunos familiares más. 
Y de ahí vino un segundo viaje. Ishi de nuevo veía la muerte de cuatro vaqueros, a cada uno por su cuenta, moribundos, sanguinolentos y rogando por sus vidas. La pregunta crecía y se le imponía, ¿era él un monstruo? Pero oía voces que desmentían ese hecho. Voces que no sonaban como nada que hubiera escuchado antes y veía símbolos perdidos, que traían memorias directas de cuando la tribu estaba en su apogeo; artefactos que permitían el uso de artes prohibidas o de dioses indeseables.
Veía en los ojos a un reptil y junto a ellos los cadáveres de montones de blancos. El reptil, una salamandra de tamaño descomunal, hablaba el mismo idioma que había oído antes. Le explicaba de manera afable, sonreía en cuanto le era posible. Sacaba su lengua, comprometía a Ishi a cosas que no terminaba de comprender.
“Eres solo un niño.” Entendió decir a la salamandra. “Tan joven, tan ingenuo.” Y reía, una risa corta y aguda.
Luego, cuando murió su abuela, cuando desaparecieron su hermana y su prometido, pocos años antes. Recordaba y se daba cuenta de que a pesar de que su abuela había muerto por culpa de los blancos entrometidos, estos no habían recibido su venganza. Era algo que esperaba ya, a pesar de que el odio se había extinguido.
Ahora, cuando recorría los bosques con los antropólogos y contaba cuanto sabía, ansiaba por encontrar algún artefacto que tuviera alguno de esos símbolos. Estos le hablarían a él, le explicarían el miedo que crecía bajo su pecho. El vacío que había desaparecido en su lugar.
Ahí, donde ocurrió la primera masacre, el lugar al que temía más. Había una tendencia oscura en el ambiente que cubría al lugar, como si estuvieran violando un lugar sagrado, todos caminaban temerosos. Saxton, el médico y amigo de Ishi, lo sostenía y comprobaba que su respiración se volvía forzosa. El indígena estaba al borde de caer, en los límites de lo que su sanidad le permitía. Oía las voces que recordaba de su niñez, pero estas eran voces provenientes de un energúmeno. Voces que tenían un tinte maligno que contribuía al ambiente del lugar… y cerca del río. Había una sombra tan grande que los cubría a todos como si fuera una nube.  Una figura que se hizo presente ante todos.
Ishi  habló rápido, no se entendió nada. Antes de caer bajo la fiebre que lo sucumbía, dijo a Saxton “esto era lo que temía, este es el ser al que se debe la muerte de Robert Anderson y de todos esos blancos que han disparado sus armas sobre nosotros.” En su voz no había odio, eso lo supo el médico.
Sin embargo, tenía miedo, porque al caer Ishi todos comprendieron las palabras que decía la gigantesca criatura y no tardó ésta en meterse en sus mentes. Los acompañantes del indígena cayeron, enloquecieron y a los pocos días los encontraron muertos. Ishi fue encontrado con vida, pero moribundo, lo que parecía una enfermedad desconocida, pronto se identificó como una rara variante de tuberculosis.
Y el miedo se expandió sobre California, como un globo que crecía bajo los pechos de cada uno de sus habitantes.


lunes, 11 de agosto de 2014

Convocatoria 2014

¡Hola, hola! No, no habíamos desaparecido. Siempre estuvimos aquí, pero necesitábamos tomarnos un tiempo para redefinir algunas cosas sobre el proyecto. ¡Wuu! Ok, me modero... ya... Bien, bien, en los próximos días podrán ver cómo es que Errror de Imprenta está mejorando en beneficio de los mágicos poderes de la imaginación, porque iremos haciendo modificaciones poco a poco.

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Editado: La convocatoria se ha ampliado hasta el 05 de setiembre.
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Ahora, hay algo muy importante que anunciar, la razón última de esta publicación , y es, como seguro ya sabrán por el título y la imagen adjunta, la apertura de la convocatoria de miembros. Aplausos, por favor [ :o ]. Sí, consideramos que ya es hora de integrar a nuevas personas al proyecto y sabemos que este proceso tendrá grandes resultados. Buscamos principalmente, como podrán ver en las bases, escritores de narrativa, pero si alguien por ahí no escribe, tiene muchas ganas de participar y cree tener algo que aportar al proyecto, puede escribirnos a nuestro correo (errrordeimprenta@outlook.com). Ahora, como es debido, les dejo las bases de la convocatoria, que son realmente muy sencillas:

BASES DE LA CONVOCATORIA 2014


1. Puede participar cualquier persona de cualquier nacionalidad, mayor de 17 años.

2. Cada participante deberá enviar un texto narrativo propio, de preferencia un cuento, al correo de Errror de Imprenta, y llenar el siguiente formulario: http://bit.ly/1vyAkNi

3. En caso de no llenar el formulario, su participación no será considerada, y viceversa.

4. Los textos deben estar escritos en español, contar con un título, seguido por el nombre y, si existiera, el seudónimo del autor. A continuación, en la misma página, debe comenzar el relato. En ningún caso se obviará el nombre real del autor.

5. Los relatos deben tener una extensión de entre 500 y 1500 palabras, con fuente Arial 12 e interlineado normal. Serán enviados en formato Word (*.doc, *.docx), por correo electrónico a errrordeimprenta@outlook.com, con el asunto Convocatoria 2014, entre el 11 de agosto y el 01 05 de setiembre a las 23.59 pm GMT - 5.


viernes, 23 de mayo de 2014

Bonnie y Clyde, pareja de ladrones

Publicado por Zai Nightfall 


Zai, un ángel oscuro(Escritora)
En el silencio de la noche y bajo la ausencia de la luz lunar, por el bobo de Zack y secuaz, he sido invocada. ¿Motivo? No estoy segura, porque tener alas negras naciendo de tu espalda no te da el conocimiento absoluto, aunque sí la experiencia necesaria, en especial al recoger almas.
Hoy, hace un tiempo atrás vi algo inusual. Algo tan propio como impropio de la calidad humana.
¿Es el egoísmo un motor más fuerte que la misantropía?
Admitan que todos aquellos que han grabado su nombre en la historia se han ido con una sola idea en la mente (Lo sé, me lo han confesado cuando he ido a recoger lo que creen suyo, pero que no es más que un mero préstamo de los caprichosas esferas del cielo) Esa idea es su pasión, por la que queman su vida. Así lo hizo Einstein quien no quiso ser relojero y en cambio…
Asimismo, esta joven y aventurera pareja que me regalaron una sonrisa como ninguna cuando fui a verles…


Redención.
Bonnie y Clyde

¿Estás ahí?- preguntó ella.
Sí.- respondió él con su vernacular acento imposible de despegar de sus palabras.
¿Tienes miedo?
No.-pausó un momento.- estoy decepcionado.
Yo.- le interrumpió.- nunca te dije la verdad.
Él dudó un momento. -No. Es decir...a ver, señorita Bonnie, no empiece a buscar en su cabecita palabras muy complicadas.
Ella sonrió doliéndole la sonrisa un poco; una muestra de ironía de parte de Dios.
Me acuerdo de ese día.- continuó ella.- ¿te acuerdas tú?
Las imágenes danzaban en sus frentes: el día del desafío con su "Si eres un criminal ¿por qué no robas esa tienda? O el día que la primera muerte tiñó de sangre su reputación...
No elegimos donde nacemos. Eso no es para nada nuestra culpa. ¿Y en qué medida es culpa nuestra que las cosas se queden así?
Para ellos, el cambio no era un privilegio; era su necesidad más pura y honesta. Llegaron a un mundo lleno de reglas impuestas por gente que no pensaron más que en sí mismos. Era hora de imponer, de la misma manera violenta e intempestiva, las reglas de la nueva era. Las reglas de los que tenían espíritu inquebrantablemente indómito.
Ese bastardo, si me disculpa la expresión, mi señorita, va a pudrirse en el infierno, se lo aseguro.- Enfatizó.
¿Y nosotros qué?-Las firmes palabras de Bonnie hicieron eco en la fría sala donde sus cuerpos descansaban bajo la oscuridad de la ignorante medicina forense de la época.- ¿Existirá algo tan dulce como la piedad?
A veces las acciones no son respaldadas por la ética o la moral. ¿Importaba eso?
Importaba que sus acciones no quebraran sus espíritus. Después de todo, aquella moralidad era la fachada que extinguía las voces y esclavizaba las almas.
Bonnie soltó una carcajada. Clyde no comprendió. Aunque el hecho de no comprender se sentía bien al lado de Bonnie. Ella era su guía.
Bonnie Parker
La gente nos amaba más a nosotros que a sus tontas reglas.
¿Me lo dice a mí, señorita? Se robaron parte mi meñique. Una suerte haber estado muerto cuando pasó.
Todo miedo que Bonnie sintiera desapareció. No lo entendía, pero se sentía bien al lado de Clyde. Él era su protector.
Estoy lista.- por fin dijo ella. Entregándose a la lluvia de plumas negras que caían desde el cielo. Los ángeles oscuros habían venido a buscarlos.