Un día más.

Esta vez no es LNF... no porque sea un maldito vago, si no porque quería relatar algo que se me ocurrió. Está en parte relacionado con los relatos épicos antiguos que trataban sobre estrafalarios dragones que tomaban el bus por la mañana, los caballeros que usaban sus armas de asalto para amedrentar a los débiles...
Son historias hermosas, verdad?
Algunos dirán que estoy desanimado, que el aura de fuego que me rodeaba ha desapericido... Y es verdad, no lo niego... se perdió... y la extraño, extraño abrazarla en las noches y susurrarle al oído... era mi más fiel amiga. ='(
En fin, acá está....
----------D.E.P.----------

Una mañana que marcaría su vida, y la de muchos. Un frío atenazante que te quema la piel. Un lívido respiro que se transformaba en uno libidinoso. Todo eso sucedía en un segundo y, a pesar de eso, el segundo seguía siendo el mismo; a pesar de albergar tantos recuerdos, tanta información innecesaria.

Así pues, me dirigía con un aire de fastidio… con una inercia robótica, con mi mente concentrándose en rodear mis manos con el suéter, en ignorar el hálito que soltaba de vez en cuando. Mis pensamientos estaban dirigidos a esa nada inútil, todo era un algoritmo elaborado: mirar a la derecha al cruzar la calle, avanzar con mi caminar más bien lento. Mi hermana detrás de mí, usualmente ignorada. Hoy no sería diferente, eso pensé por un momento.

Una vez hube cruzado la calle tenía que esperar por el semáforo de la avenida principal; otro fastidio que hoy tardaba más. Los hados no paraban de molestarme. Un autobús cruzó por la calle que recién había cruzado, entre gigantes de cemento, entre millares de vida, entre pequeñas arboledas. Sin tomar en cuenta el paso de una hormiga, que se vería salvada por apenas centímetros. Sin tomar en cuenta el grito ahogado de una señora, su intento inútil de sobrevivir.

El grito de un hombre que quiso ser héroe, mientras se bajaba de su carro, estiraba la mano, como si así pudiera salvar algo, como si en su mente hubiera algo más que neuronas. Como si gritando pudiera detener todo, obteniendo no más que una vista excepcional del arrollamiento.

Una golpe seco que la devoraría por dentro, en su mente pasarían miles de recuerdos, pero uno se acentuaba entre esos. Su hijo que, de no ser por ella, no habría tenido oportunidad de llegar a tiempo al trabajo, de atender lo que para ella es su nieto. Su hijo que ahora en su carro siente un vacío en su corazón y se pregunta, extrañado, “¿Qué me hará hoy para el almuerzo?” Y ríe, ríe sin saber que hoy no tendrá un almuerzo, que su vida le acaba de hacer una entrada agresiva, como le llamarían en fútbol.

La rueda pasa por encima de su abdomen, comprimiendo sus órganos, dislocando su pierna luego del impacto. Por sus ojos pasan los recuerdos más hermosos de su vida, su casamiento, su parto, su primera comunión. Todos van hacia un mismo lugar, como queriendo perdurar más en sus escasos segundos de vida. El pánico ya juega sus cartas, va por un royal flush, la adrenalina pone su cara de póquer, pero es descubierta por el pánico.

“¿Qué tan cruel puede ser la vida?” Se pregunta su mente inconscientemente cuando, girando por el asfalto, grita sin darse cuenta por auxilio, para que el autobús pare. Quiere que Dios se compadezca de ella pero, muy a su pesar, Dios juega al póquer en el cielo, apostando por algo más que un carcaj de flechas de Cupido.

Mis ojos siguen su cuerpo, todo pasa muy lento. Incluso yo, siendo no más que un crío que se hace llamar desalmado, lo veo todo lento. Los gritos, con tonalidades diferentes, todos anunciando lo mismo con una emoción diferente. Algunos resignados y acostumbrados a que la vida pase. Todos les han tratado mal y lo menos que quieren es llorar por una muerte que no les incumbe. Sus corazones son estrujados y, aunque no lo quieren, sus ojos lagrimean, mas se dicen que deben ser fuertes, que una lágrima es solo un consuelo inútil.

Está el sujeto enfadado con la vida, que trata mal a todo el mundo, que se queja de las injusticias cometiendo más injusticas. Aun él tiene corazón, y gritando, liberando su rabia, escupiendo un manojo de insultos dice que mató a una pobre vieja, quien poco tenía que ver con el maldito celular que le nubló. “Hijo de su reputísima madre, malparido. Ojalá te pudras en la cárcel.” Y él sigue conduciendo, guiándose por el lánguido flujo de los carros.

También está el de corazón noble, un doctor, que se pregunta qué demonios ocurrió, y queriendo hacer algo, creyéndose Dios mismo, se prepara para estacionarse en frente de mi liceo, como si mucho pudiese hacer.

Su cuerpo gira un poco más, su brazo se tuerce un poco. La segunda rueda, ésta con una gemela, le pasa por encima, partiendo la canilla de su pierna dislocada, comprimiendo su brazo contra el hombro y dislocándolo. Aplastando sus pulmones un poco más, sin romper las costillas. Un pánico, un sudor frío recorre las sienes de la mujer, su cuerpo da unas vueltas más, merecedoras de un diez de diez, y termina boca arriba. Su espina parece estar rota.

El autobús frena y su conductor se maldice cuatro mil doscientas veces, pero él sabe que eso no es suficiente. Él sabe que pagará caro, que su hija, que ahora está en el kindergarten, no le verá hoy, y quizá luego sus visitas estén limitadas a una cantidad de tiempo mísera. Él sabe que la próxima vez que la vea por más de una hora será cuando esté a lo menos en la Universidad, si es que su Dios gana esta apuesta.

El hombre que quiso ser un héroe ahora ya está fuera del carro, se apresura a cruzar la calle y, cuando está en un montículo, preparado para ver cómo está la señora, cuando está por pisar el asfaltado de la calle donde yace la malherida, se siente miserable al ver a la señora que ahora respira forzosamente, mirando al cielo. Entonces grita que aún está con vida, pero poco dura este hecho.

El conductor se apresura en bajar de su autobús, realmente no lo veo bajar, sin embargo, sé que su corazón anda en llamas, crepitando y consumiéndose como una hoja de papel. Él sabe que la señora estará bien en el sumo Palacio de Dios, pero que lo que le depara a él es más oscuro que la oscuridad, más tenebroso que Pennywise, aunque apenas y recuerda su nombre.

La mujer que compraba en el quiosco hace un rato ahora se siente aludida con los gritos de auxilio que todos sollozan, siente que ella debe hacer todo, su ego no da para más, eso creo yo. Mi hermana no oye nada, lo ve todo callada. Con sus pobres catorce años nunca ha visto a alguien morir. Como máximo están las películas de Hitler de las que tanto gusta, como máximo están las películas de acción y gore que ve por ocio, ni ella misma sabría relatar lo que sucede y es que tras un segundo, me dice que la mujer del ego inflado, mi madre, ha de estar estresada y de esa forma me sugiere que vayamos a ver como está.

Un maldito obstáculo, además de los carros, una muerte que tarda más de treinta segundos en darse por ida. Asiento con mi cabeza, seguido por un “Bueno…” conciliador. Luego recuerdo lo hermoso de la muerte, y me río, porque soy un malnacido, un desgraciado que vive más del ocio que de otra cosa.

Mis pasos, como antes, lentos. Mis ojos, como antes, autómatas, ven al hombre moreno de estatura media gritar, el conductor, con sus manos en la cabeza, pidiendo mil perdones que nunca obtendrá y auxilio para la señora. Respondido por un grito del injusto hombre del carro que aún no avanza más que medio metro. Un: “Para qué llamar a la ambulancia si ya está muerta, pedazo de estúpido.” Me rió para mis adentros y veo el último respiro de la señora. Un momento extremadamente genial, como les detallaré luego a algunos compañeros con un morbo juvenil.

El conductor del autobús sigue gritando, como si así fuese a revivirla, y lo quiere, quiere que reviva y que viva al menos cincuenta años más y quiere llegar a su casa ya, y acostarse en su cama, pues quiere olvidar que acaba de matar a alguien, sin culpa, lo jura por su madre, lo jura tantas veces que hasta me hace sentir pena.

Me acercó al cadáver al que todavía le faltan varias cosas por “vivir”, el rigor mortis, el pallor mortis. Nombres que he memorizado por un gusto insano por los asesinos en serie y la muerte. Ahora la detallo, como contemplando una obra de arte, ¿y qué más es si no eso? La parca se las arregló para hacer esto hermoso. Su pierna dislocada encima de su vientre, su canilla rota sanguinolenta, su brazo comprimido contra su hombro, dislocado; las huellas de las ruedas por encima de su camisa blanca, sus ojos miraron el último cielo azul al que le podrá atribuir el adjetivo de “hermoso”, pero digo yo que son las nubes las hermosas, volubles.

Entonces el médico que quiso ser Dios se siente culpable por su muerte. Grita mil injurias a Dios pero no pierde la esperanza. Su mano se estira una vez se agacha un poco, pues es alto, para comprobar su decaído y desaparecido pulso. Su barba blanca resplandece por un rayo de luz que tropieza con su barba.

El hombre que quiso ser un héroe, mi padre, siente una culpa tonta e infantil. Recuerda a su madre, vieja… y las locuras que cuenta cuando se dice para sí que el mundo está en su contra, y agradece al desgraciado Dios que tenemos por su vida, la de sus hijos y la de su madre.

Me río, finjo una cara de asombro, y el médico dice, altanero, que la den por muerta y hace un gesto con su mano. Me dirijo a donde está mi madre, en el montículo, y aunque aún oigo y me siento molestado por los gritos del joven conductor, le pregunto que si está bien. Para entonces ya ha llamado a los bomberos, que no se encuentran a más de un kilómetro de aquí y, sin embargo, tardan más de 15 minutos en llegar.

Cuando ya estoy en la entrada principal de mi colegio, me río con un amigo, a la vez que le cuento lo que sucede. A la vez que mi hermana tiene ojos vidriosos y su voz parece que se quebrará en cualquier momento, a lo que, fastidiado, le digo que si quiere se vaya con nuestra madre.

Una mañana extraña en la que nuestra madre nos trae al colegio en su carro, una mañana extraña en la que el frío descubrió a mi aliento, con quince grados centígrados, lo que para mí, friolento y acostumbrado a los veintiún grados, es un frío asesino y cruel, aunque agradable.

“D.E.P”, pienso y me río, esta vez descaradamente, y le agradezco a los hados, pues me han dado una alegría tempranera, una anécdota genial.

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