Concerten el concurrido concurso del diablo.

*Ship* No sé, los tiempos se hacen lejanos y parece una eternidad desde la última vez que publiqué. Las pruebas internas para la Universidad pueden ser una molestia, hay que estudiar y eso... Hay que revisar temas olvidados, hay que comer chocolate... Te tienes que bañar. Saben... cuando dejan caer agua en su cuerpo y eso... Es horrible. Me dan miedo.
En fin, de esto nació un relato, no podemos decir que es su hijo ya que lo dio en adopción y ahora es mi hijo. No me siento muy orgulloso de él, es feo... sí, feo.

--------Prueba del infierno (Pacto de admisión)---------

Veinte pasos lo separan de su travesía, pero esta no es cualquier travesía, es la que decidirá quién será él en el futuro. Sus piernas tiemblan un poco, y ve nerviosamente a sus alrededores; otro, más tranquilo, observa a todos como si los monitoreara y se recuesta en la pared.

“Él no sabe lo que le sobreviene”, piensa el primero y se concentra en agarrar su lápiz número dos nerviosamente.

El segundo tiene puestos los auriculares, conectados a su celular, en sus oídos. No escucha nada ya que el celular permanece apagado, pero se ve bien, y les hace pensar a los demás que no puede escuchar lo que dicen.

El portal se hace gigante a la vista de algunos, con un diseño aterrador que te hace pensar en alas de murciélago, un aura morada, y un humo negro. Se oyen risas burlonas, risas de gente que llora, sollozos y una orquestra angelical tocando nerviosamente al otro lado de la puerta. Han perdido sus alas, sus halos, sus alas… preciadas alas.

El violín de uno de los ángeles desprende humo, su túnica se desgarra lentamente. Un demonio enano le lame el cuello, susurra cosas y ríe. Ríe triunfante. Las manos sangrantes del chelista se van descomponiendo, vive el proceso de descomposición, y el primer humano en la lista entra al salón se pregunta si podrá vivir con eso. Luego recuerda que hay algo más importante, sentarse en la primera silla de la última columna. Sí, eso viene primero.

El espaldar le parece frío y suda por el calor. Pone su lápiz entonces encima del pequeño escritorio y siente un cosquilleo extraño en sus pies, a lo que ve abajo y se asusta. Se asusta primero que nada porque se ve así mismo, luego intenta ver mejor y es él, es él… pero su mano está en los huesos, y un líquido espeso y negro sustituye al piso. Eso está mejor, piensa el de abajo, sonríe a la cara de horror de su contraparte y le levanta el dedo en signo de suerte, pero el pulgar se cae.

Ya han pasado diez personas desde entonces y el terror se va difuminando, ahora parece más pánico y la guillotina bonitamente colocada al frente del pizarrón se hace más vistosa, y en ella aparece un humano bípedo con piernas de conejo, tras él están dos sujetos encapuchados. Sus trajes negros, sus manos grises y rugosas. “¿Están muertos ellos?” Se pregunta uno, pero la cara de susto del hombre-conejo le aterra, y dirige su mirada abajo, donde brea caliente consume sus pies. Lo soportará, eso cree. Pero lo debe soportar.

Las patas del conejo tiemblan como la de muchos de los sentados. Él sí tiene valor, él sí. Bajo los escritorios y sillas ven una multitud enfurecida. La cabeza del hombre-conejo es puesta en el lugar correspondiente de la guillotina. El “clack” de la madera contra la madera, entonces recuerdan que tienen que esposar sus manos también, pero al más robusto de los encapuchados le parece mejor cortarle las manos simplemente. Un grillo le detiene, es mejor atarlo, le murmura.

El más nervioso de todos entra a la sala, acaba de firmar un pacto con el diablo. Buena remuneración la que obtendrá se dice, solo se compadece. Y la cabeza del hombre-conejo va ensangrentada hacia donde él se dirige, a su asiento y las orejas se mueven graciosamente. El demonio firmando los pactos se ríe y el hombre-conejo se queja de su sueldo, le sonríe al muchacho y le pide que lo lleve hacia donde está su cuerpo.

Las multitudes saltan furiosas buscando la cabeza del hombre-conejo, él no mira hacia abajo. Está acostumbrado a este acto, sabe que si mira hacia abajo perderá la calma, después de todo, no verá su cuerpo, verá el tumulto clamando su muerte, su cabeza, literalmente.

El muchacho empieza a llorar, la cabeza le intenta consolar, pero comprende que el muchacho es un llorica y que no tiene sentido hablarle. Le pide ayuda al muchacho de los auriculares, pero él no le ve. Él solo ve un cuarto austero y fastidioso, si no, estaría un tanto excitado y quizá el miedo le provocaría un estremecimiento. Ese muchacho, el de los auriculares, no se conoce lo suficiente.

El diablo ríe ante el alboroto de algunos muchachos, le pide a la orquestra que aceleren la cadencia. Es una orgía para los ángeles de sexo femenino, una cámara de torturas para los ángeles hombres. Mancillan horriblemente el honor de los cielos, no hay decoro en el mundo de los demonios. El alcohol etílico, quita el calor y el sudor del sexo es el regulador de temperatura natural allá abajo, en el infierno. La imagen es perturbadora a la vista, pero el morbo de algunos es mayor. Pervertidos.

Una vez el diablo dice eso (lo de la cadencia), entra a la sala y cierra la puerta. Ve claramente que no todos están nerviosos como algunos, y que otros ven con seriedad la situación. Algo grave y triste a su parecer. Dice algunas palabras a fin de enervar a algunos, calmar a otros, violar oídos y satisfacer preguntas. Otra orgía, un tanto más perturbadora, para él.

Al cabo de unos quince minutos llega su compañero con un maletín. La multitud se emociona. Sus contratos, sí. Se emociona, siente miedo, desesperación. Se conmueven sus almas y se perturban sus mentes, y el recién llegado puede percibir esto y ríe, pero intenta inhibir su risa.

Proceden a repartir los contratos, 17 hojas llenas de letras y letras. Quieren confundirlos. El plectro en el bolsillo del de los auriculares estorba en la búsqueda de su borra, acude al lápiz, a su gallarda borra.

El nerviosismo se transforma en determinación para algunos, las paredes se van tornando blancas y el dolor ya no existe. El diablo toma forma humana y el piso ya no es una multitud. La cabeza de conejo perturba a quien tiene que perturbar. La guillotina engulle el cuerpo del hombre-conejo, y los encapuchados señalan y ríen, porque acaban de ganar.

El infierno vuelve a su lugar habitual, y el canto de un pájaro distrae en ocasiones a una que otra mente abstraída. La melodía apresurada se vuelve un silencio prolongado como muchísimas redondas a lo largo de las partituras. Los ángeles ya no son torturados, porque ya ni existen para aquellos que han vuelto al mundo. Para aquellos… aquellos que ya vendieron su alma.

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