Ernest Hemingway

“Es un buen escritor, Hemingway. Escribe tal y como es. Nos gusta, Es un campesino grande y poderoso, tan fuerte como un búfalo. Un deportista. Y listo para vivir la vida sobre la que escribe. Nunca la hubiera escrito si su cuerpo no le hubiera permitido vivirla. Pero los gigantes de esta clase son modestos; hay mucho más detrás de la forma de Hemingway de lo que la gente cree”, así lo definía James Joyce. Un 2 de julio de 1961 murió un miembro de la llamada Generación Perdida.


El hombre y la leyenda
En la imagen de celuloide, amarilla por el tiempo, se apreciaba un pez de tamaño colosal. A su lado, un hombre rebosante de vitalidad sonreía satisfecho de su proeza. La situación del hombre que observaba dicha fotografía era distinta y distante. La sensación al ver esa escena solo le causaba extrañeza, solo le causaba envidia. Se miraba a sí mismo sin reconocerse. Los años habían transcurrido a un ritmo salvaje y del hombre joven solo quedaban estragos. En su interior todo andaba mal. El colesterol estaba en niveles críticos, el hígado funcionaba atrozmente y la aorta amenazaba con estallar. Solo en las viejas fotografías lucía como en antaño: la mirada seria, la barba crecida, el cuerpo erguido; acompañado de un trofeo, muestra de su hombría, o de un vaso de alcohol en la mano. Estaba cansado, inclusive para dedicarse al oficio pasivo de escribir todo lo vivido. Bastaba que pensara en el pasado para que las hazañas de juventud, romances, vivencias de guerra y viajes a lugares exóticos acudieran a tropel. El caudal de experiencias aún desbordaba, ese era su consuelo. Con tristeza descubría que todo aquello ya se encontraba escrito. “He vivido más de la cuenta”, se lamentaba. “La Primera Guerra Mundial, el rechazo eterno de Agnes Von Kurowsky, los años en París, el boxeo y las corridas de toros, La Guerra Civil Española, la muerte de Fitzzgerald y de Joyce. Todo muerto”.
Para darse ánimos recordaba viejos consejos que en un tiempo ofreció a otros: “A veces, cuando me resulta difícil escribir, leo mis propios libros para levantarme el ánimo, y después recuerdo que siempre me resultó difícil y a veces casi imposible escribirlos”. Solo una palabra quedaba en su mente. La repetía, hacía combinaciones. Lo imposible, los imposibles el imposible. “¡Es jodidamente imposible!”, gritaba enojado cada vez que mandaba a volar un centenar de hojas, que caían al suelo para unirse al desolado paisaje de hojas arrugadas, bolas de papel y hojas tachadas con furia Su presente se encontraba vacío, sin nada más emocionante que el disfrute penoso del prestigio de las viejas glorias. Necesitaba encontrar la cura. Su mente le presentaba amenazas, se sentía perseguido, espiado por el FBI. Rehuía salir a la calle, pasaba día y noche encerrado. La noticia de que estaba condenado a olvidarlo todo solo agravó la situación. La posibilidad de perder lo único valioso que le quedaba, sus recuerdos, le aterraba. Más de una vez había amenazado con matarse. Cuando no intentaba escribir andaba en busca de un arma. Solo su esposa Mary podía evitar que lo hiciera. Los doctores intentaron sacarle de esa depresión y aparente locura. Para Hemingway el alcohol era la única cura, alcohol que no daba tregua a su hígado. Se iba destruyendo, iba enloqueciendo. “El hombre no está hecho para la derrota, un hombre puede ser destruido pero no vencido”, acudió aquel día a su memoria. Empezó a reír y a parlotear con las paredes: “debo resignarme a seguir viviendo, ¿qué hubiera hecho Jake Barnes en Fiesta o Frederick Henry en Adiós a las armas? Yo soy ellos. Yo soy… un pobre viejo en el mar”. Ese fue su último personaje. Cogió un rifle. A sus 61 años, no importaban los premios ni las viejas glorias, el Hemingway escritor y el Hemingway personaje, antes indiferenciables, se volvieron ajenos entre sí, el primero se volvió la sombra del segundo. La leyenda había sobrepasado al hombre.

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