La Guillotina (Charlotte Corday)

Charlotte Corday nace el 27 de Julio de 1768 y es una de esos grupos de "asesinos" solitarios. Asesinos que lograron cambiar la historia "sin ser respaldados por nadie", bajo su propio propósito.
En el caso de Charlotte, su acción individual tuvo el efecto contrario de lo que quería. Buscaba "frenar" la revolución francesa matando a uno de sus voceros más importantes, Jean-Paul Marat, pero lo único que hizo fue encender la mella.
Esta ficción está bajo "su percepción", no todo está escrito bajo el guion.

La Guillotina


Charlotte Corday
Lo observó por un rato, con una mirada severa, como la de una madre. Él estaba inerte, muerto por el futuro de Francia.
La bañera se había teñido de un rojo profundo. Y ahí estaba él, como si todavía viviera, en esa posición trágica; ahí estaba él con sus ojos bastante abiertos, totalmente absortos. Estaba tomando un baño de sangre, como lo había hecho Elizabeth Bathory.
Su expresión de sorpresa seguía ahí, en su cara repugnante, llena de crímenes. El autor de Las Masacres de Septiembre, muerto como el perro que era. Eso pensaba Charlotte, con el eco de su muerte en su consciencia. ¿A él le molestarían las ejecuciones que había provocado? Probablemente nunca lo sabría, tampoco necesitaba saberlo. En sus últimas horas se sentía orgullosa de sí misma.
Se recordó dictando nombres, a él, en su bañera, en ese momento vivo. Nombres de “Enemigos de la gente”. Gente que se oponía a una revolución absurda, una revolución que costaría demasiadas vidas.
Ahora su vocero estaba muerto, uno de los principales personajes Jacobinos..
“Es una muerte que vale miles. Es una acción que evita una catástrofe.” Dijo, en su tribunal, recordando la muerte injusta del Rey Luis XIV.
Su cara casi formó la expresión más horrible cuando vio con sus propios ojos como anotaba a los “Enemigos de la gente”, como asentía y sonreía. Era un desgraciado. Entonces, entonces el cuchillo que traía consigo tomó un valor especial. Su determinación esbozó una puñalada que mataría a Jean-Paul Marat, con su expresión de sorpresa. Seguramente nunca pensó que terminaría así.
Recordó las palabras que dijo al terminar de dictar los nombres. Satisfecho, orgulloso de lo que hacía, pronto a acometer contra ellos. A darle fuerza a su justicia.
Recordó sus últimas palabras e hicieron eco en su consciencia.
“¡A mí, mi querida amiga!”
Culpándola de su muerte, como si nunca se lo hubiese esperado.
Ella había sido su verdugo.
Había mancillado su alma en ese golpe definitivo, sacando fuerzas que no conocía. Ayudada por la mano de Dios para acabar con un ser tan indeseable. Era justicia. No se podía repetir otra cosa. Eso sí era justicia.
La revolución tomaría fuerza de manos girondinas. Ya no sería la revuelta que preveía, había salvado el futuro de Francia. 

La muerte de Marat

Recordó la turba tras la muerte de Marat. Se sintió furiosa, en sus adentros luchaba por controlarse a sí misma. ¿Por qué reclamaban por la vida de ese bastardo? No lo podía comprender, no podía comprender la sed de sangre de la gente. Una lágrima recorrió su cara, parte de su furia contenida.  
La guillotina atravesó su cuello. Estaba muerta. Segundos antes de su final, sus ojos lagrimeaban de nuevo, en su lucha contra el miedo. No podía sentir miedo, no se lo podía permitir, su muerte estaba justificada.
Las miles de miradas expectantes por su muerte satisfechas. Era algo que le costaba aceptar, que la gente de Francia estuviera tan deseosa de sangre.
Era una jugada inteligente la que había hecho. Probablemente nadie lo pudo haber hecho mejor, entrar a la casa de Marat y matarlo. Nada sutil, pura eficiencia. Las dos cartas que había enviado habían tenido el efecto deseado, aunque no como ella quería. Había logrado captar la atención de ese bastardo. Había comprobado la verdad de su naturaleza horrible. Lo había matado.
Y como consecuencia aceptaba felizmente su propia muerte, por Francia.




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