Ariana: Capítulo 19

A ver, a ver, señores, ya lo dije, siempre es un problema lo que escribiré por aquí como saludo o introducción a la entrada, pero hay veces en que el fastidio se acentúa, y ésta es una de esas veces, lamentablemente. Así pues, no tengo tema, aparentemente, porque como podrán ver —y no se necesita pensar mucho para ello— mi tema es el fastidio por no tener un tema que no sea este. Mi tema es que no tengo tema. Pero esperen un momento, que eso es demasiado problemático... ¿Tengo tema o no? La primera parte de la oración me dice que sí, lo que sigue, que no. A esto se le llama dilema y es un problema del lenguaje. Así que no se asusten, que aunque tenga un tema que se niegue a sí mismo y un no-tema con tendencias suicidas, todo este tema se acabó. Sí, ya no más dilema, sean felices.

.+.+.+.+.+.+.Ariana. Capítulo décimo noveno.+.+.+.+.+.+.


La escuela era la de siempre: niños llorones y fastidiosos, y una maestra que parecía creerlos, si no sus mascotas, bastante estúpidos. Ariana no lo soportaba, por eso siempre andaba sola. Ni siquiera la profesora era capaz de hablarle. “Es una niña de pocas palabras”, le había dicho a su madre alguna vez. Ésta se sintió bien; al menos no le daba problemas fuera de casa. Ciertamente no comprendió la intención de la profesora. Quería una respuesta como “¿Mi hija? Oh, no es posible… ¿cree que deba llevarla con el psicólogo?”, respuesta de madre abnegada. Pero ella no lo era, al menos no como se lo figuraba. Y consideró tan despreocupada la actitud sonriente de “¿Le causa problemas? ¿No?, entonces está bien. Gracias”. La labor de una educadora no permitiría ese tipo de trato hacia los que eran su razón de ser. Su responsabilidad era superior a la de cualquier otro, ella formaba personas para adecuarse a lo social, a la convivencia. Un serio problema de ego, precisamente porque se negaba a aceptarlo como tal. En cambio, lo veía desde una perspectiva convenida, desde el rol de un mártir, solo para satisfacer su necesidad de parecer modesta y preocupada por los demás. Sin embargo, no era nada del otro mundo, conductas como esa son comunes y no suelen dañar a nadie, a menos que devengan en obsesión, y esta nunca lo hizo. Solo se acercó.
Así pues, llevó por su cuenta a la niña con el veterinario… perdón, con el psicólogo. Aquel día tocaba tratarlos como mascotas; estaba de buen humor, después de todo. ¿El resultado? Asperger. “No hay otra explicación, señorita, tiene que ser el Síndrome de Asperger”, decía autoelogiándose el descubrimiento, “solo téngale paciencia, seguro será muy talentosa”. La profesora sonreía ante la respuesta del psicólogo, esperaba una excusa para culpar a la madre, pero no la tenía… No siempre se gana, después de todo.
A partir de entonces, Ariana tuvo paz, mucha paz. La profesora empezó a tenerle cierta consideración, y el psicólogo, orgulloso de su descubrimiento, se paseaba casi todos los días por el salón para “observar su comportamiento natural” y mantener una breve charla con la profesora acerca del tema. Pero no todos piensan “psicológicamente”, y menos esta mujer, a la que parece agradarle cada vez más el observador. Según ella, era probable que la niña fuera una excusa para acercársele. El amor es capaz de cualquier locura, como es bien sabido. Lo que nunca consideró fue que estaba equivocada, pero eso poco nos importa.
Salir de clases era un alivio a pesar de los gritos eufóricos de sus compañeros. El portón de salida era el umbral hacia la libertad. La adiestradora de bestias profesional sabía que era imposible lidiar con los gritos, así que los ordenaba con divertidos cánticos y dinámicas. Todos reían cuando esto pasaba, incluso Ariana, y esto era muy raro en ella. Tal vez lo hacía por lo gracioso que era ver a un adulto fingir ser un niño; una interpretación fallida.
Los padres venían en tanto que cantaban y se iba yendo cada uno a casa tan feliz como si acabara de salir de un circo —aunque tal vez así era—. Ariana estaba entre los primeros, su madre era muy puntual y a veces eso la molestaba: nunca podía ver el espectáculo completo.
Ya en casa las cosas volvían a la normalidad. La niña volvía a ser niña, la madre volvía a ser niña, y juntas descubrían esa auténtica etapa: jugaban a las escondidas (¡Ariana!, ¿dónde te has metido?, ¡niña, no me hagas perder mi tiempo!), que era su juego favorito, y al  “Simón dice”, aunque lo extraño de este último era que Ariana nunca hacía de líder, tal vez porque tenía mala suerte… Sin embargo ambas parecían divertirse, eran juegos que nunca dejaban de practicar. Pero no olvidemos los juguetes. En esta época solían pelearse por una muñeca de trapo, ambas la querían… para la otra, y ninguna parecía ceder. Así, el juego de “quién se queda con la muñeca”, se volvió prácticamente una rutina.
Lamentablemente, las rutinas no hacen más que ir consumiendo gradualmente el valor de las cosas, y este juego terminó por ser aburrido. Ariana tuvo que quedarse con la muñeca. La otra niña tenía doble vida; al salir por la puerta, se convertía en adulta, así que era imposible que pudiera conservarla sin olvidarla, como las tantas cosas que se dejan de recordar por una cuestión de utilidad: su memoria de adulta olvidaba y la de niña no podía hacer nada al respecto. Era un juego menos.
De esa manera, la muñeca de trapo se convirtió en nostalgia de un juego, pero en una buena compañía cuando su madre volvía a ser adulta. Por suerte, los juguetes nunca se vuelven aburridos, siempre tienen algo nuevo que decir, que hacer, y Ariana lo sabía muy bien, es por eso que, cuando su madre se iba, cogía del brazo a la muñeca y jugaban, ya no a las escondidas ni al “Simón dice”, sino a tejer mundos.

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Es cierto, olvidé algo muy importante que pudo haberme servido de tema. Hace unas semanas decidí que publicaría Ariana los días viernes, y esta es la segunda vez que voy con retraso. Trataré de que no sea así. Agradezco como siempre la lectura de este capítulo y me despido... ¡Au revoir! [ ;) ]

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