En un frasco

¡Ahora vengo con un relato!
Y esta intro suena rara.
Bueno... no hay mucho qué decir. Es un relato de... ¿terror? No sé. Tenía eso en mente cuando lo escribí pero no creo haber logrado mi objetivo, de todas formas, me gusta el relato y quise compartirlo porque puede que sea la precuela de algo más.

En fin, aquí está:


En un frasco


Había algo cierto en el tono de su celular. Era algo fantástico, pueril y tal vez supersticioso. Para cuando se dio cuenta, esa llamada entrante era algo natural. Todo parecía haber dado ya un cambio radical.
Danielle era una chica que en lo particular no creaba mucho entusiasmo. No era demasiado linda ni muy fea, bien podía verse bien o mal y no provocaría revuelo. Alguna vez podía parecer muy simpática, otras era simplemente chocante o indiferente. En fin, que poco se sabía de ella a simple vista e incluso adentrándose, lo que se descubría era muy poco; insustancial, sin importancia. Todos la veían igual, era una más entre muchos mases. Lo que pasó cierto día fue esencial para que su vida cambiara. El timbre del celular sonó algo diferente, pareció atravesar algo que contrarrestaba lo real. Era algo incomprensible, algo que la llenaba de un temor  vago.
Acercó el auricular del teléfono a su oído, anticipándose a la contesta y esperó. Esperó largo rato, a ver si decían algo.
“¿Alo? ¿Alo?” Nadie contestó. Al checar el número marcado no encontró número alguno, como si la llamada fuera obra de su imaginación. Ese día estaba en su casa viendo televisión. La respuesta lógica fue ignorar la llamada, tomarlo como un desliz de su mente, una jugarreta estúpida, un error. No había nada sospechoso. Ese día sucedieron pequeños cambios imperceptibles que pondrían a funcionar los engranajes de su horrible destino: la pequeña picada de un zancudo, el dolor agudo; una mirada extraña en la calle, espantosa en sí misma; una contesta malcriada a su padre, su boca escupiendo mierda; la voz lejana de una niña perdida, la poca importancia de lo intrascendental del día. Lo más importante tal vez ya había sucedido incluso antes de que naciera.
— ¡Danielle!
Oyó gritar, se estremeció. Había un frío terrible a pesar de estar abrigada.
— ¡Danielle, cuidado!
Empezó  a temblar. ¿De quién era esa voz? Un momento de duda, cerró los ojos con fuerza, apretó las manos.
Abrió los ojos.
— Te dije que no te acostaras hasta tarde… ¡cómo cuesta para levantarte entonces!
Todo estaba oscuro. Inmensamente oscuro. El esbozo de una sonrisa amarillenta y maquiavélica. Las luces de los otros cuartos prestaban un reflejo más bien inútil. La lluvia traqueteaba afuera. El frío infiltrábase tras su ligera sábana.
— Lo que digas… — La molestia usual de la mañana, la sonrisa maquiavélica dejada de lado, vuelta en la cotidiana cara de su madre.
Se levantó a su paso parsimonioso. Estirándose involuntariamente, tensando y destensando los músculos. Los ojos que no terminaban de determinar en qué realidad estaban. Un pequeño demonio se escabullía bajo sus pies.
— ¡CUCARACHA! ¡MAMAAAA! — Gritó, en el apuro estresante de la mañana, llena de miedo a lo pequeño, insulso.

La mañana transcurría lenta, lenta, lenta… Hasta que el celular vibró en la mesa, a su lado estaban hileras de cuadernos, otras personas escuchando la voz cansada de alguien miserable. Sufriendo el  frío de un día lánguido, largo por definición: un lunes.
La vibración iba en crescendo, generando la incertidumbre de saber quién la llamaba.  El momento decisivo en el que contestó, en el que decidió que le daba igual que el profesor dijera lo que dijera, descubrió una llamada perdida. Otra llamada perdida, otro cambio había ocurrido.
— Briannezi — le tocó el hombro a sus espaldas—, hoy tuviste clases con el profesor más aburrido del mundo, ¿cierto? Te compadezco.
— Tú mismo lo has dicho…— Bostezó.
— Woah, estás hecha una zombi, ¿no quieres tomar nada?
Danielle volteó animosa, perdió ante una cortesía que era mortal por axioma.

Trasncurría un día solitario, miraba las multitudes pasar, con sus amigas, como si algo cambiara a su alrededor, además de la posición del sol sobre ellos, la cantidad de radiación que incidía. Otra vez su celular vibraba, ¿quién podía ser? Un desconocido. De nuevo, otro número que no conocía (o ningún número en absoluto)… que no había visto nunca, que no le importaba nada.
Vibraba, vibraba, vibraba. Harta. Estaba harta de la vibración, de ver como el número desaparecía o nunca aparecía tras una llamada reciente.

En sus ojos se perdía el azul del cielo. Sus ojos eran azul cielo, viendo el desastroso pasar de los días de una manera poco peculiar. En la cama. Una picada de zancudos, una infección, tres días de reposo.
No podía hacer nada, se sentía pésimo. El malestar general hacía que cada paso fuera no doloroso, pero sí un vaivén, como estar en un barco. El grácil roce de sus ropas era como una cortada, como una quemadura. Salir de la cama era estar en el frío ártico. Estar en la cama, bajo su edredón, era vivir en las llamas del infierno. No había término medio. No tenía hambre. Comer una galleta de soda llenaba su estómago y sentía que lo atiborraba de comida. Sentía nauseas. La fiebre no había bajado de los cuarenta grados, y su nariz estaba constipada.
Estoy en el infierno, ¿me están castigando, verdad? Sus pensamientos no podían dar cabida a más.
Y, en realidad, pensar era en sí mismo una pesadez. Tenía una cefalea que le molestaba al primer movimiento de cabeza que hiciera. Dormía demasiado, no podía evitarlo. Cerrar los ojos era entrar en el mundo de Morfeo y no salir hasta tres horas (o más) después. El periodo de consciencia era el peor, no reconocía el paso de las horas. Sentía que llevaba así hace semanas. Lo que no era de por sí alocado, llevaba una semana en cama.
La necesitaban llevar al médico, su abuelo insistía en que era innecesario, que una fiebre no mataba a nadie desde que él tenía memoria. La autoridad del abuelo era intocable. Era un dictador, pero un dictador afable, un dictador (como todos) elocuente, de gran carisma. Su hijo era su fiel discípulo, lo que decía su padre, había dicho ya más de una vez, ES ley. La madre de Danielle, débil de carácter, solo se preocupaba y hacía caso a su esposo.
Dannielle oía voces en las noches, cuando se despertaba, sola, desamparada. Presa del frío tétrico que se apoderaba de la casa. Sufría como si le golpearan la cabeza constantemente con un trabajado esfuerzo por no dar un golpe demasiado fuerte; manteniendo la consistencia, el tempo, el momentum del dolor que sufría de por sí. Estaba presa de lo que sucediera en derredor. Sudaba mucho y no mejoraba nada.
Sentía miradas. No eran miradas tétricas, tampoco eran miradas que traspasasen lo natural para volverse fantasmagóricas. Eran vanas miradas fijas. Eran ojos que la observaban, algunos la observaban con lástima, pensando que era un cachorro desamparado y tal vez eso era. Otros la miraban con desdén, ¿sabían qué era ella? Otros la miraban con simple indiferencia, otros con decepción. Eran ojos infinitos, eran demasiados ojos como para pertenecer a alguien. Estaban desordenados, era una heterocromía infinita de un ser con más de un millón de ojos. Era un ser espantoso que esperaba algo de ella y, peor aún, sabía que no lo cumpliría. Tenían un contrato tácito. Ambos sabían lo que ocurriría, ambos sabían cómo sucedería. Ella, estúpida, había apostado por su yo conociéndose perdedora. Y no podía hacer nada para cambiarlo.
No podía hacer nada.
No puedes hacer nada.
No podrás hacer nada.
— Estás en mis manos, lo sabes. Lo sabes MUY bien —. El énfasis en el “muy” cobraba vida propia, caminaba en los miles de engranajes que formaban a su cerebro, en las miles de conexiones que había en él. Era un engranaje al que le faltaba aceite, y este Muy, astuto, vivo, usaba argucias poco loables. Consumía el aceite que faltaba, y le recordaba, como un pequeño grillo al recitar su canto, lo que ella ya sabía y lo que ella no podía cambiar.
Cada vez que despertaba de aquel sueño sentía una presencia inhumana en el cuarto. Una presencia de orden superior y cuando miraba, y miraba a quién miraba, éste sonreía y ella, dolida, enferma, pálida, mórbida, le devolvía la sonrisa. No sabía, y esto sí  no lo sabía, que firmaba su pacto con el diablo. El de “ambos sabemos que ocurre, pero nadie debe decir nada.  No debes decir nada.”
Danielle no podía evitar ese juego, estaba implícito, marcado desde el nacimiento de su padre.
“El diablo”, por su parte, disfrutaba de verla a ella, tan niña, tan inocente de todo. Qué lástima era para él el espectáculo, qué verdadera lástima. Era algo que había estado esperando desde el nacimiento de su hijo, no había remedio.

A la segunda semana, Danielle sanó. Esa mañana sintió el ambiente frío demasiado real y no tan punzante como lo había sentido en sus días de enfermedad. En su casa había una falta de ruido que sobrepasaba lo natural. Estaba despierta, sentía todo real, pero se sentía en un sueño.  
— Hace demasiado frío...
Sentía a los carros pasar a fuera de su casa. Oía nada en su casa, nada. No un murmullo, no los disparates de la televisión, no a su gato maullar, oía nada.
Se levantó, dispuesta ya a ver si estaba sola, algo raro, su abuelo siempre estaba ahí. Salía principalmente por las tardes. La casa pasaba por un filtro que dejaba todo en un color medio azulado, medio onírico. Fue a la sala de estar, donde no había nadie sino su sombra. Luego a la cocina, donde si había alguien, y vaya que había alguien.
Su abuelo.
Y él la miró, lleno de ternura, y casi con compasión, le dijo:
— ¿Ves? Yo ya sabía que te curarías. Esos médicos no saben nada.
Danielle sonrió, su abuelo siempre era así. La verdad, ella tampoco habría querido ir al médico. Ella no podía darse cuenta de la situación en la que estaba, tampoco se percató de que su abuelo lucía extremadamente joven. Lo vio, y no se dio cuenta de que en sí el aire no era aire, era demasiado pesado, demasiado denso.
Él la seguía mirando, ya no con ternura, ya no como abuelo, la vio como su cobrador.
Pero ella no lo comprendía, para ella era una mirada paternal. En realidad, nada podía hacer. Él se acercó de manera furtiva, como si no caminara, como si flotara sobre el piso. Se acercó a ella como si la fuera a besar.
Sintió escalofríos, y luego vio otra mirada, que estaba sobre su espalda, llena de ternura (esta una ternura carnívora), que le dijo que estaba en peligro, luego ya no era solo una mirada, eran ojos, grandes ojos, tan grandes como ella.
Y su abuelo todavía se seguía acercando, ya demasiado joven como para ser su abuelo. La voz de sus antiguas pesadillas, ya demasiado distorsionada como para pertenecer a alguien dijo:
— ¿Estás lista para pagar la deuda? — Era su abuelo.
Daniellle no entendía nada. La criatura demasiado grande como para ser parte de este mundo ya se había materializado, con sus grandes ojos, de córnea blanca e iris azul,  con su gran nariz carnosa y visceral, su respiración demasiado forzada , resollante. Abrió su boca, que formaba parte de su pecho, y se acercó a su cuerpo, demasiado pequeño como para ser siquiera un bocadillo.
— Realmente es una lástima— dijo una voz, pero esta vez no era la misma voz de antes, y tampoco pertenecía a su abuelo, no podía pertenecer, si no al gran ser en frente de ella. Una voz armoniosa que reverberaba y se extendía.
Su abuelo la agarró por los hombros, con su ternura, que ahora podía ser crueldad. Danielle estaba inmóvil, sin poder hacer nada. Danielle ya no estaba viva, tampoco lo estaría para el momento en que su cuerpo fuera devorado.
Ni para cuando su abuelo, ya joven, irreconocible, se fuera de la casa, habiendo cumplido parte del contrato.
Y la llamada siguió sin ser contestada.
— ¿Alo? ¿Hija? ¿Qué pasa?¿Está bien?— Dijo su padre al devolverla al teléfono de casa. — Hace demasiado frío…— fueron las últimas palabras que escuchó de su hija, en el buzón de voz. Palabras plegadas en la sangre que dejó su cuerpo en las paredes, en las que no se veía más que su sangre. 


En un pequeño frasco en el bolsillo de su padre estaba su hija, ahora para siempre esclava del tiempo, fuera de toda consciencia, formando parte de los miles de pagos a Él.

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