Ejecución de Luis XVI

¡Hola! ¿A que no adivinan quien soy? Pues sí, ¡soy yo! Liare... ¿Y saben qué signfiica eso verdad? DIVERSIÓN. 
Ok, no. Veamos, esto es una pequeña ficción que tal veeez se apega demasiado a la realidad. Pero, hey, no siempre tu esclavizada mente trabaja como quieres, así que ahí tienen esta pequeña pieza que trata sobre la ejecución de Luis XVI (1973), Rey de Francia.

Rey decapitado

El escenario estaba preparado, minuciosamente, casi como si se siguiera un guión. La gente, toda la gente estaba en las calles, comentando el gran evento que se venía. Algunos lo hacían con un gesto de asco; a otros, el odio era el sentimiento que les encendía por dentro, y tal vez estos eran los que llevaban pistolas. Tal vez el simple impulso de verlos prendería la pólvora en ellos e irían a por él. Eso les gustaba pensar, además del grupo con armas de fuego, estaban también los que llevaban picas, y tal vez estos eran los que esperaban un verdadero espectáculo. Un fin sucio y sangriento para alguien que no merecía el respeto de la población.

A pesar de mostrarse fieros, de tener sus almas encendidas con un fuego profundo y oscuro, de estar expectantes para lo mucho que cambiaría este evento la República Francesa, lo que más sentían era miedo. Porque tal vez en sus corazones dubitativos, la idea de decapitar a un Rey era demasiado fantástica, era algo que iba más allá de lo que un plebeyo podía concebir. ¿Era este el paso más grande que darían en la revolución?


Muerte de Luis XIV. Rey de FRANCIA que fue decapitado
el 21 de Enero de 1793

No lo sabían. Sus piernas temblaban, sus espaldas sentían a un fantasma cernirse sobre todos ellos. Era la muerte, que se hacía inmensa, decían algunos, para la muerte de un Rey; que aclimataba todo, congelaba la brisa que pasaba y mojaba la tierra.

Por otro lado, Luis XVI mantenía su solemnidad, no dejaba a su orgullo torcerse. Más parecía preparado para ejecutar a alguien. Se sentía una seguridad insana en su presencia. Se refugiaba en Dios, en su clamada inocencia. Se aferraba a ella como un niño que se aferra a su madre ante las miradas culpables y eso le daba un calor que muchos de ellos no comprendía. Los gendarmes lo veían con una sorpresa que no era lo que se llamaría común. Nadie habría sido tan valiente horas antes de su muerte. Se mostraba sumamente tranquilo, ansioso por el breviario del sacerdote, por rezar sus palmos. Todo esto lo había hecho como quien se prepara para algo común, el tiempo lo llevaba suavemente ante la garganta de la muerte, hacia la oscuridad, hacia el vacío eterno... el infierno, por sus crímenes cometidos. Pero Luis mostraba claramente en sus facciones que se hallaba exento de culpa.



La serenidad que su Majestad mantenía fue algo que no se rompió siquiera cuando llegaron. Luego de pasar por las calles repletas de ciudadanos, todos murmurando y expectantes con el estruendo de los tambores que pretendían acallar cualquier murmullo que se lanzara en favor del Rey. Una vez hubieron llegado, Luis XVI preguntó al sacerdote:

— Hemos arribado. Si no me equivoco.— Su voz se entonaba con una dulzura y dignidad que superaban la ansiedad de los gendarmes. El sacerdote no contestó, siendo fiel al voto de que no se le debía hablar mientras no hubieran testigos. El silencio era respuesta suficiente.

La policía francesa intentó ir a por el Rey en sus ansias, pero éste no respondía al apresuramiento. Los detuvo, y bajó a su paso. También intentaron disponer de sus ropas, pero su contestación fue la misma. Él mismo dispuso de ellas y esperó a que siguieran las órdenes.

— ¿Qué intentan?— preguntó indignado, sin embargo, cuando los gendarmes procedían a amarrarlo.
— Amarrarte— fue su contesta lacónica.
— ¡Amarrarme!— Dijo sarcástico, pero con el tono tan propio de la Majestad.— ¡No!, nunca podría consentir eso: hagan lo que les ha sido ordenado. Pero nunca osen amarrarme.

Acaecido lo anterior, los gendarmes de alguna manera aceptaron la voluntad del Rey, y le ordenaron que se apoyara en el sacerdote. Seguido de esto subieron a la pasarela, era una subida difícil, se temió que la voluntad del Rey se resquebrajara en el último momento. Su orgullo no lo permitiría, y de hecho, le daría la fuerza como para terminar de subir solo, sin apoyarse del sacerdote.

Llegado ese momento era imposible que se dejara al Rey sin ataduras. El momento de su ejecución se aproximaba tan fiero como el velo de oscuridad que cernía a Francia. Se le intentó amarrar de nuevo. “¡Nunca, nunca!”, gritó este, con indignación.

— Con un pañuelo entonces, Señor— dijo uno de los preparadores con una voz tan respetuosa como le fue posible. Solo entonces el Rey se mostró comprensivo.
— ¡Que sea así, entonces, por Dios!

Poco después, proclamó en voz tan alta que todo parecía estar en completo silencio:

— Muero inocente de todos los crímenes puestos sobre mi persona; perdono a aquellos que ocasionaron mi muerte; y rezo a Dios para que la sangre que están derramando nunca más caiga en Francia.

Se ordenó a los tambores que sonaran. Luis XVI fue puesto en la guillotina y todo terminó con un corte limpio. Su cabeza cayó y uno de los jóvenes guardias asió su cabeza en el aire. Mientras la multitud gritaba “¡Viva la república!”.

Y la muerte se llevaba comprensiva y conocedora de que Luis XVI había nacido en el momento equivocado a su lado, mientras, ubicua, se llevaba las miles de vidas que se perdían.

0 comentarios:

Publicar un comentario